viernes, 27 de noviembre de 2009

ECOS

ECOS
    Tal y como nos cuenta Ovidio en sus Metamorfosis –libro imprescindible para entender buena puerta de los tratamientos literarios posteriores de la mitología grecolatina -, Eco era una hermosa ninfa enamorada del no menos hermoso – y joven desdichado- Narciso. Juno, la celosa mujer de Júpiter, enojada con ella por haberla engañado en una de muchas correrías amorosas de su marido, la condena a no tener voz propia, es decir, a poder emplear únicamente las palabras finales que dicen los demás. Además, la ninfa se va consumiendo por el amor no correspondido que siente por Narciso y poco a poco pierde también su cuerpo, de manera que de ella sólo queda la voz. De todas formas, antes de esto deseará que el joven padezca un amor no correspondido como el de ella, y los dioses recogerán esa petición, de manera que Narciso fallece al no poder hacer realidad el amor que siente por esa figura que ha descubierto en las aguas de un río y que no es sino su reflejo. Aun así, en un momento realmente conmovedor, Narciso va preguntando a la imagen que el agua le devuelve de sí mismo si será capaz de sentir por él el amor que abrasa sus entrañas. A esas palabras de anhelante enamorado le responde no menos emocionada la voz de Eco, aunque, claro, él no pueda verla y cree que es un ser que está jugando con él y no lo toma en serio. En otras palabras, el eco arranca en nuestra cultura como un elemento relacionado con la naturaleza y con el amor. Pasemos a ver más ejemplos de esas relaciones.
       Pese a ser esta versión la que más éxito ha tenido a lo largo de la historia, existe, no obstante, otra versión notablemente diferente, que puede encontrase hermosamente escrita en una de las más famosas novelas de la antigüedad: Dafnis y Cloe, de Longo de Lesbos. Allí se no cuenta cómo Eco es educada por las Musas y cómo llega a ser una consumada cantante, además de poseer una gran belleza. El dios Pan envidia esa admirable capacidad musical y, como además es rechazado por ella en el ámbito amoroso, hace enloquecer a varios de sus seguidores y estos asesinan y descuartizan a la ninfa, para después esparcer sus restos por toda la tierra. La diosa Gaia recogerá los que encuentra para darles digna sepultura, pero Eco mantendrá su excelente capacidad musical y podrá repetir los últimos sonidos que personas o animales emitan. Esa relación de Eco con la música no pasará desapercibida para algunos músicos, que aprovecharán las posibilidades expresivas que el eco de sonidos –tanto instrumentales como de voces humanas – les ofrece. Por poner un solo ejemplo, que recoge además el mito según la versión de Ovidio: la ópera de ese gran reformador del género que fue Christoph Willibald Gluck que lleva por título Écho et Narcisse (1779).
           Otro personaje de hondo calado en nuestra cultura occidental es el músico Orfeo, del que ya en otra ocasión hemos hablado en estas mismas páginas. Lo que no habíamos señalado entonces es que el tracio muere a manos de las bacantes, enloquecidas por el dios Baco, como puede leerse también en Ovidio. Pues bien, hecho literalmente pedazos, su cabeza es arrojada a un río y allí, acordándose incluso en esos momentos de su esposa añorada, esto es lo que dice –siguiendo esta vez los versos de Virgilio en sus Geórgicas-:
[…] La cabeza,
del albo cuello de marfil segada,
iba arrastrada por las turbias ondas,
y la gélida lengua en voz mugiente
“¡Eurídice!” –llamaba- . ¡Ay, triste Eurídice!”.
Y “!Eurídice!” los ecos de las márgenes,
Voz del alma sin vida, repetían.
     En un ambiente más prosaico, dos seres humanos afrontan en la soledad de sus habitaciones sus respectivos accesos de tos, producidos por la tuberculosis. Pero lo destacable aquí es el ramalazo poético que en ese balneario se produce cuando ese hombre y esa mujer innominados –el narrador se refiere a ellos como el inquilino de la habitación 36 y la mujer de la habitación 32 – descubren la tos del otro, como un eco, como la posibilidad de romper la monotonía, la falta de alicientes en la vida, el poder terminar con la terrible soledad y, en último término, no afrontar la muerte sin haber conocido el amor. Sin embargo, ninguno de los dos hará nada por conocer al otro y sus vidas grises discurren por el aburrimiento que consume a tanto personajes de las narraciones que tanto abundan en el siglo XIX. Ésta, en concreto, es un breve relato de Leopoldo Alas Clarín, titulado El dúo de la tos.
      Pellegrina Leoni, nombre lo bastante elocuente que ya define a su poseedora- es una cantante de ópera que lo ha sido todo y que ya se ha retirado porque no puede cantar. De viaje por unas montañas italianas encuentra a un viejo para quien es poco menos que un ángel – y una especie de vida amarga y desabrida en reflejo especular de la de Pellegrina-. Ella será la primera persona a quien, después de sesenta y cinco años, cuente un acto ominoso que ha marcado su vida entera: el naufragio del que se salvó junto a un sacerdote y como, tras la muerte de éste, poco antes de ser rescatados, el entonces joven comió la mano de religioso para poder sobrevivir. No obstante, lo que no interesa aquí es la segunda parte, en la que, mientras pasea por el pueblo después de dejar al anciano, pasa junto a una iglesia y de allí proviene una música hermosa y una voz casi divina. Conocerá al chico al que pertenece esa voz y le propone darle clases gratuitas de canto porque para ella no sólo es su voz renacida y que vuelve a resonar para el mundo como un eco que pudiera encarnarse en un ser humano –en contra de la característica básica del eco como tal, esto es, la ausencia de corporeidad-, sino que se dan varias circunstancias vitales que asocian las vidas de Pellegrina y Manuel –otro nombre suficientemente elocuente, todo sea dicho de paso-. Todo esto se puede leer en el cuento de la siempre magnífica escritora Isak Dinesen llamado, precisamente, Ecos.
        Pero la persistencia del eco llega a todos los rincones, de manera que incluso puede detectarse en uno de los más hermosos diálogos que nos ha dado la historia del cine, que podemos oír en ese maravilloso western que es Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1955). En una cantina, de noche, una pareja inicia una conversación que parece que se hubiera detenido cinco años atrás, que es el tiempo que hace que no se veían. Y se dicen palabras como éstas:
Johnny: - ¿A cuántos hombres has olvidado?.
Vienna: - A tantos como tú mujeres, me imagino.
Johnny: - No te vayas.
Vienna: - No me he movido.
Johnny: - Dime algo bonito.
Vienna: - Claro, ¿qué deseas oír?.
Johnny: - Miénteme, dime que me has estado esperando todos estos años.
Vienna: - Te he estado esperando todos estos años.
Johnny: - Dime que hubieras muerto si no hubiera vuelto.
Vienna: - Hubiera muerto si no hubieras vuelto.
Johnny: - Dime que aún me quieres como yo te quiero.
Vienna: - Aún te quiero como tú me quieres.
Johnny: - Gracias, muchas gracias.
        En el mundo cinematográfico podríamos hablar de ecos en el aspecto sonoro, evidentemente, pero también podríamos hablar de los ecos que despiertan determinados movimientos de cámara, buscando, claro está, la emoción en el espectador. Un ejemplo magistral se da en una película rabiosamente romántica, como es Carta de una desconocida (Max Ophuls, 1948): en una escena memorable la cámara asciende mientras sigue a una joven pareja que sube por una escalera al domicilio del joven pianista –hermoso y joven como buen héroe romántico- , adonde lleva a sus conquistas ese donjuán del que está enamorada una adolescente que vive en el mismo edificio y que permanece en primer término del plano una vez que la cámara se ha detenido. Unos cuantos años después, esta última, convertida en una bellísima mujer a la que ni siquiera reconoce el músico, se deja seducir por él y ser conducida al piso al que tanto anheló entrar tiempo atrás. El movimiento ascendente de la cámara es idéntico al anterior, es decir, es un eco del que acabamos de referir, de manera que el público lo reconoce perfectamente y, al evidenciar el espacio vacío que hay en primer término de la imagen, se hace énfasis en el espacio que ella ocupaba en el pasado y el avance que han supuesto todos los años transcurridos.
       Pero el eco puede emplearse también desde el campo de la narración de terror, como ya comentábamos en el número 24 de esta misma revista a propósito de textos sobre fantasmas. En efecto, aludíamos allí a un cuento titulado La puerta abierta, de Margaret Oliphant (1828-1897), en el que el protagonista está realmente asustado por una voz que parece provenir del mismo campo en el que se encuentra la puerta de una antigua mansión –único vestigio de la misma- y que repite dolorosamente las siguientes palabras: “¡Oh, madre, déjame entrar!. ¿Déjame entrar, ¡oh, madre!, ¡oh, madre!”. La búsqueda de un explicación a ese misterio no provendrá del campo de la ciencia, puesto que un médico acompaña a personaje principal y tampoco logra averiguar nada, sino que habrá de venir desde el ámbito espiritual, porque es el sacerdote de la zona quien explique a sus dos compañeros –y al lector en último término- que esas palabras provienen de un pasado en el que un niño no pudo entrar en la mansión por haber muerto dentro su madre, que servía allí, de manera que en la naturaleza se quedaron impresos esos lamentos terribles y los repetía cual eco hasta que el sacerdote es capaz de ofrecer la paz eterna a ese alma en pena.

         Pero si nos remontásemos a un estado más ingenuo del fenómeno del eco llegaríamos a dos casos, creo que suficientemente ilustrativos: el primer caso es un breve episodio de una popular serie infantil de televisión, que toma su nombre de su protagonista, Pocoyo. Pues bien, ese simpático niño descubre este efecto acústico al escuchar su voz repetida por el eco, lo que aprovecha para ponerse a hacer todo tipo de sonidos, empleando tanto su cuerpo como instrumentos musicales, todo lo cual le lleva a una alegría desbordante y, me parece bastante contagiosa.
       Por otra parte, una leyenda kwakiutl –una tribu esquimal- titulada Wakiah y el primer palo tótem, nos cuenta la búsqueda de un baile propio por parte de Wakiah, para no ser menos que el resto de los compañeros de su aldea. Pues bien, no sólo conseguirá su baile, sino también una casa y –lo que nos interesa aquí- mostrará al resto de la tribu cómo el eco se genera en una serie de máscaras que, en función de que se les quite unos determinados dientes de madera u otros, se reproduce un tipo de sonidos u otro.
        Y terminamos con otra mención a la mitología grecolatina, es decir, volvemos al principio. Hilas era un joven de gran belleza del que se enamora Hércules, y ambos embarcan en la nave Argos para ir en búsqueda del vellocino de oro. Sin embargo, en una de las paradas en una isla, unas ninfas caen prendidas de la belleza del joven y se lo llevan. La posterior búsqueda por parte de Hércules no tiene resultado, de manera que este héroe deja a Polifemo en la isla encargado de busca a Hilas. Pero tampoco éste tendrá éxito, y tras la muerte de Polifemo entre los habitantes de la isla pervive la tradición de que un sacerdote llame por tres veces diciendo: “Hilas, Hilas, Hilas” y sólo recibe como respuesta el eco que le repite “Hilas, Hilas, Hilas”. No obstante, otras versiones dicen que son las ninfas las que, temiendo a Hércules, convierten a Hilas en eco, de manera que ante los terribles gritos de Hércules llamando a su amado, únicamente le responde el eco con el nombre del joven que nunca pudo recuperar: “Hilas, Hilas, Hilas”.

                                                                                        José María García Pérez

RITOS Y COMUNIDAD

RITOS Y COMUNIDAD

     Si hay un cine en el que se repitan de forma constante una serie de rituales sociales, ese es el cine de John Ford. En efecto, desde sus más tempranas películas hasta la última, la querencia del director norteamericano por unos ritos reiterados una y otra vez no puede sino hacernos pensar en una suerte de leitmotivs cuyo objetivo no es otro que la plasmación de una comunidad, en muchos casos de una que está en formación. Y a un repaso de esos ritos es a lo que vamos a dedicar estas líneas.

       Un niño puede nacer en una parada de un viaje en diligencia, por más que esté latente un próximo ataque de los indios (La diligencia), pero también en una carreta abandonada en medio del desierto (Three godfathers, 1948). No obstante, son más numerosas las escenas de muerte que las de nacimiento, muertes que se suelen dar a menudo de forma metafórica: un pájaro sale de su jaula simbolizando la muerte de uno de los hombres malos de la película homónima de 1926, pero puede darse también mediante una luz que se extingue como se ha apagado la vida de la parturienta de (Three godfathers). Otras veces, se alude a la muerte mediante una sinécdoque: sea con el pañuelo de Doc Holliday, con el que tapa su rostro en los acceso de su tos tuberculosa (My darling Clementine), sea con el parche que llevaba en el ojo el personaje interpretado por John Carradine en Drums along the Mohawk .

      Sin embargo, así como hay muertos que lo que hacen es dinamizar la acción dramática, otros no sólo no pasan al olvido, sino que los personajes cuentan con ellos, visitan sus tumbas, adornan éstas con flores, les narran confidencialmente las decisiones de los vivos. El juez Priest (Judge Priest) charla tranquilamente con la tumba de su esposa- y de paso, averigua que uno de sus vecinos es el padre de Lucy, la maestra del pueblo-, y otro tanto hace el capitán Brittles en una escena crepuscular con fondo de rayos de tormenta en el Monumental Valley que se ha convertido en un momento justamente famoso (She wore a yellow ribbon). Igualmente, Abraham Linlcon visita la tumba de su amada –desaparecida en plena juventud- para comunicarle su intención de iniciar su carrera de abogado, carrera que el espectador sabe que terminará en la presidencia del país. No deja de ser llamativo que el último de los grandes clásicos del cine norteamericano, Clint Eastwood, haya recuperado ese motivo en alguna de sus películas: Unforgiven y Gran Torino.

      No hay apenas películas de este realizador que no contengan un funeral. En no pocos casos es el de aquellos que han sacrificado su vida para que la pareja protagonista tenga un futuro, y de ahí que el hijo de ambos lleve el nombre de los “tres hombres malos” en 1926 o el de los “tres padrinos” más de veinte años después. Pero, junto a funeral, está también esa especie de “marcha fúnebre” que es visible y tremendamente emotiva – en los minutos previos a los responsos funerarios pro la muerte de la prostituta en una de las películas favoritas –con razón, habría que decir- del propio Ford, The sun shines bright.

        Una comunidad se afianza, igualmente, a través de toda una serie de relaciones familiares o vecinales, que garantizan la aceptación o no de una persona ajena a la misma. De ahí que Sean Thorton tenga que responder a las preguntas de los vecinos y demostrar que su familia es de Innesfree antes de ser aceptado como un miembro de pleno derecho en el pueblo (The quiet man). No muy distinto es lo que ocurre con las peleas, que sirven para dejar patente las relaciones de camaradería que existe entre determinados personajes, como es el caso de los soldados de She wore a yellow ribbon o las que se dan a lo largo de The wings of eagles. En ocasiones, no obstante, se insertan como un puro momento de diversión, de descanso entre momentos más dramáticos de las tramas principales, como sucede en el caso de The seachers o en The iron horse.

      En torno a una mesa se producen, como es lógico, una socialización necesaria en una comunidad en trance de creación. Esa es la razón de la importancia que tienen las comidas que podemos ver en Stagecoach, donde se reflejan las relaciones entre los viajeros de la diligencia que se dirigen hacia Lordsburg, pero también el hecho de que únicamente una vez que han resuelto sus problemas el matrimonio de los Thornton pueden invitar a su casa a comer a Victor Mclaglen. A veces se da el caso de que un concurso de tartas sirve para dar un matiz más dentro de la caracterización densa y amable de una figura tan característica como es la de Abraham Linlcon (The young Linlcon). Pero es que, incluso, en un espacio que otras veces era un lugar para las confidencias y la intimidad como es la cocina, un hombre se sitúa fuera de ella dejando sin el menor consuelo a su esposa cuando se enteran de que ha perdido a su hijo antes de nacer, dejando claro que no sólo su preferencia por tener un hijo frente a sus dos hijas, a las que prácticamente ni ve, sino que se nos revela como un ser egoísta e incapaz de querer verdaderamente a su mujer (The wings of eagles).

          La presencia de un médico tampoco es ajena al establecimiento de una sociedad. La verdad es que algunos de ellos corrían peligrosamente el riesgo de ser más estereotipos que otra cosa, pero el resultado final demuestra que los guionistas evitaron tal circunstancia. Doc Boone será un borracho poco amigo de los banqueros pero, cuando ha de ayudar a traer un niño al mundo, se comportará con la profesionalidad que caracteriza a todo personaje de Ford. Y otro tanto cabe decir de Doc Holliday, cuyo trabajo operando a Wichita es memorable, además del aliento claramente romántico que posee el personaje, muy distinto por ejemplo al mismo papel interpretado por Kirk Douglas en Duelo de titanes (Duel at the O.K. Corral) de John Sturges. Otros doctores son, sin ánimo de ser exhaustivo, William Holden en The horse soldiers o la doctora Cartwrihgt.

       El baile supone un momento de calma en la particular peregrinación a la tierra prometida que buscan los mormones en Wagon Master, pero también se verá alterado por la llegada del mal encarnado en un grupo de forajidos. En cambio, marca el arranque simbólico fundacional de una comunidad en cuanto a que se celebra la creación de la iglesia y es un instante de júbilo en My darling Clementine. No obstante, en ocasiones un baile puede servir también para evidenciar las tensiones de una comunidad, bien por la que se produce entre un matrimonio que ha roto por la guerra civil y hace muchos años que no se ven (Rio Grande), bien por lo que supone de exclusión de la mujer blanca que ha vivido muchos años como esposa de un sanguinario jefe indio, que intenta incorporarse de nuevo a la sociedad blanca, ante las miradas críticas de los participantes en el baile y la feroz crítica del acompañante de la mujer a estos últimos (Two rode together).

       Conviene hacer hincapié en que esas comunidades en construcción exigen sacrificios, y que a menudo éstos se pagan con las vidas o la exclusión de la comunidad de aquellos que, paradójicamente, han contribuido decisivamente a crearlas. Es el caso, por ejemplo, de los tres hombres malos y de los tres padrinos, que mueren para que otros puedan seguir adelante; pero también, y muy especialmente, el ejemplo de John Wayne tanto en The Seachers, donde en la última imagen Ethan Edwards queda fuera de la familia de colonizadores, como en The man who shoot Liberty Valance, donde Tom Doniphon no sólo pierde a su amada en beneficio del abogado Stoddard, sino que también posibilita que éste sea votado como representante del estado en Washington. Y otro tanto cabe decir de la doctora Cartwright, que sacrifica su vida por la supervivencia de la misión china a la que ha llegado, curiosamente ella que ha cuestionado la misma y es la única que no cree en Dios (Seven woman).


     En último término lo que subyace es la idea de que, para que una sociedad sobreviva, hay seres humanos que han de ser sacrificados, y eso ocurre tanto en el mundo de los pioneros que están construyendo una nueva nación como cuando, una vez que ésta ya es una realidad, debe ser defendida de sus enemigos, como es el caso de los japoneses en la Segunda Guerra Mundial, tal cual se refleja en una hermosa película cuyo título no puede ser más claro: They were expendable.

         Pero a partir del núcleo originario que han creado unos pioneros como los de Drums along the Mohawk, la comunidad ha de integrar en la medida de lo posible a los seres que hasta entonces veía como ajenos a sí misma. Así se comprende que, por ejemplo, el problema racial que subyace en Sergeant Rutledge, y la incorporación de los soldados negros al ejército de los EE.UU. –elemento más que atestiguado en la historia americana, pero que no se había plasmado realmente en el cine -, o el intento de dignificar a los nativos amerindios, a los que tanto respeto y ayuda ofreció toda su vida Ford, en una de las películas donde han sido presentados con mayor dignidad, es decir, en Cheyenne Automn.

Una figura que suele repetirse con asiduidad es, no lo olvidemos, la del periodista, elemento importante en algunas obras de este director. Al final de Fort Apache, por citar sólo un par de casos suficientemente ilustrativos, el capitán Kirby York (John Wayne) idealiza la decisión erróneas militarmente del Teniente Coronel Owen Thurday (Henry fonda), que ha costado la vida de un buen número de soldados, ante la prensa. Radicalmente distinta es la actitud del senador Stoddard, que relata a los periodistas su verdadera historia, que no hace sino desmitificar la leyenda del “hombre que mató a Liberty Valance”. A pesar de ello, los periodistas optan por no escribirla, porque cuando la verdad interfiere en la leyenda, “imprimimos la leyenda”. No muy lejos de ese criterio es el del periodista incluido en Unforgiven de Clint Eastwood, más interesado en crear mitos para los lectores del este que en contar lo que sucedía en realidad en el oeste.

      En otras palabras, las comunidades necesitan tanto héroes en los que sustentar sus cimientos, como seres que se sacrifiquen por ellas, y lo mismo ocurre con un país. En sus películas Ford contribuyó como nadie a forjar toda una serie de leyendas y de personajes sobre los que se asentó su nación, incluso a crear un imaginario visual que se ha quedado anclado en la retina del mundo entero. Y a pesar de todo ello, Ford también optó por contarnos la verdad, el lado oscuro de cómo se forma una sociedad. Y hay que reconocer que en ambas direcciones logró su objetivo: conmover a los espectadores y reflexionar sobre su propio país. El desencanto, a veces, se hacía patente, como lo prueba la actitud del Wyatt Earp de James Stewart (Cheyenne Automn), que se columpia en su silla como lo hacía el Earp de Henry Fonda en My darling Clementine, pero el joven esperanzado y digno de 1946 ha dejado paso, casi veinte años después, a un viejo escéptico y desencantado. Acaso a John Ford le sucedía lo mismo.


                                                                                      José María García Pérez

Fantasmas

FANTASMAS

Al contrario de lo que muchos creemos, los fantasmas no son siempre espectros tenebrosos cuya única misión en esta vida, valga el juego de palabras, es atemorizar a los vivos. Claro está que esto no es, ni mucho menos, así. En un texto titulado Fantasmas de aldea, William Butler Yeats comenta alguna de las creencias que tiene sus paisanos irlandeses a propósito de los seres sobrenaturales que se aparecen a los que todavía no dejado este mundo. Cuenta el caso de una mujer que se aparece a una vecina varias veces y no cesa de hacerlo hasta que sacan a sus hijos del hospicio en el que los habían recluido tras quedar huérfanos. Otros fantasmas traen buena suerte a los habitantes de una casa, razón por la que se les aguanta el mayor tiempo posible. Otros más anuncian una muerte cercana, etcétera. En otras palabras, la gama de posibles fantasmas es bastante más amplia de lo que se piensa en un primer momento. En las siguientes líneas vamos a detenernos en algunos de los diferentes tipos que frecuentan tanto la literatura como el cine.


1. Fantasmas enamorados.

A veces las presencias sobrenaturales no se nos aparecen con el objetivo de asustarnos, infundirnos compasión o de pagar una deuda – como señala curiosamente W. B. Yeats de los espíritus irlandeses en su libro El crepúsculo celta -, sino que en ellas late el calor de un pasión amorosa. Una de las más hermosas plasmaciones cinematográficas que se han realizado sobre ese tema es la que aparece en esa película maravillosa que es Cuentos de la luna pálida de agosto (la verdad es que la traducción del japonés de ese título es bastante compleja, pero ese es otro tema), que rodó en 1953 el genial Kenji Mizoguchi. En efecto, allí, en los últimos minutos de la película, el protagonista masculino, Genjuro, que ha logrado escapar de la fascinación que sobre él ejercía una mujer fantasma, regresa a su hogar. Nosotros sabemos que su esposa ha muerto, pero él desconoce ese dato. Cuando llega a su casa la rodea mientras repite el nombre de su mujer, y a través de la ventana únicamente puede ver la oscuridad y el silencio. Sin embargo, tras ese rodeo completo, entra y, de repente, allí se ve un pequeño fuego en el que su esposa cocina algo y su hijo duerme al lado. Los esposos se abrazan después de tanto tiempo y la escena se cierra en negro. A la mañana siguiente, Genjuro se despierta y al no verla comienza a buscarla. Uno de los vecinos le dice que, en realidad, ella fue asesinada por los bandidos tiempo atrás, con la consiguiente perplejidad por parte del marido.

Otro ejemplo cinematográfico, aunque esta vez desde el mundo hollywoodiense, es una de las primeras películas de Joseph L. Mankiewicz, El fantasma y la señora Muir (1947), la historia de una viuda que alquila la casa de un fantasma gruñón y malhablado. Lo curioso del caso es que, la bellísima Gene Tierney –que interpreta a la señora Muir -, conforme va conociéndolo, y lo hace muy bien, no sólo por las conversaciones que mantienen, sino también porque el pícaro capitán Daniel Cregg le dicta sus memorias, ayudandole así en su economía, se va enamorando de él.Toda la historia esta acompañada de una de las más hermosas bandas sonoras que compuso Bernard Herrmann en su trayectoria (y estamos hablando de alguien que trabajó con Orson Welles, con Hitchcock, Scorsese y tantos otros), y al final, en una escena memorable, tras la elíptica muerte de la viuda, sobreviene el encuentro que habrá de ser eterno entre los dos enamorados.


También Joseph Cotten está enamorado de Jennie, la joven que ha conocido y de la que se ha enamorado, en el filme que rodó W. Dieterle en 1948 y cuyo título era, precisamente el nombre de la chica. Sin embargo, ella desaparece como por encanto y no vuelve a vérsela en toda la película. Con el tiempo él pintará un bello cuadro de ella y descubriremos que, en realidad, Jennie era alguien sin existencia real. En un cuadro aparecía también Laura, retrato a través del cual el detective encargado de averiguar su asesinato se enamoraba de ella. Evidentemente, la aparición de la –de nuevo Gene Tierney- supuesta muerta tiene una explicación lógica: a quien han matado es a otra joven por equivocación. No obstante, algún crítico ha señalado con acierto que de haber sido el resto de la película una plasmación onírica a raíz de la visión del retrato y del sopor en el que cae el detective, nos las veríamos con una intriga netamente fantástica que la emparentaría con el tema que aquí venimos tratando.

De todas formas, no sólo el cine se ha encargado de estas variaciones temáticas sobre fantasmas enamorados. Así lo prueba, por ejemplo, el caso de La esposa fantasma, un relato de Pu Sing Ling, en el que al protagonista se le aparece el fantasma de una mujer, poseída por un demonio que le obliga a matar a inocentes. Ella se lo revela a Gning, que así es como se llama el protagonista, y éste accede a recuperar los huesos de la mujer, que estaban en el fondo de un lago y darles diga sepultura. De ahí en adelante le ayudará en la tareas de la casa y, con el tiempo, llegará incluso a poder casarse con él.

Otro ejemplo lo tenemos en uno de los más famosos cuentos de Villiers de l´Isle Adam, Vera (1874). Prácticamente al comienzo de la historia muere la joven esposa del conde d´Athol, cuando sólo habían transcurrido seis meses desde que se conocieron y se casaron. Pues bien, el conde despide a todo el servicio de su casa, salvo a su fiel mayordomo, y continúa viviendo su vida como si ella siguiera viva: la ropa femenina cuelga en el armario, se sirve la comida para dos… Finalmente, ese amor, esa fe, esa constancia es recompensada con la vuelta de Vera al hogar (fin de la primera versión). Sin embargo, en la segunda versión, como si de un nuevo Orfeo se tratara, él se vuelve a verla y dice las palabras inconvenientes: “Pero tú no estabas muerta”. Como no podía ser de otra manera, esta Eurídice francesa del XIX desaparece para siempre, como se viene abajo la casa y se consume cuanto en ella había mantenido vivo su presencia.

Desconozco dos relatos de Theophile Gautier titulados respectivamente La Morte amourese y Spirite (1868), pero Enrique Pérez, en sus notas a su edición de los cuentos de Villiers de l´Isle Adam, concretamente a Vera, señala que tiene puntos en contacto con este último cuento. La heroína del primero es una cortesana cuyo fantasma vuelve para tentar a un clérigo. La segunda relata el amor de que es objeto Guy de Malivert por un ser sobrenatural, una joven que lo había visto y que murió sin conocerlo. Convertida ya en espíritu, se le aparece y acaba conquistando su amor. Por último, y tal y como sucedía en la película de J. L. Mankiewicz, los amantes se unirán en la muerte.

Por su parte, Adolfo Bioy Casares escribió a mediados de los años cuarenta del siglo pasado En memoria de Paulina, donde un joven bonaerense está enamorado desde siempre de su amiga Paulina y cree ser correspondido. Para su desconsuelo, ella comienza a salir con otro escritor, Julio Montero – el protagonista y narrador es, aquí, también escritor-. Él se irá por dos años a Londres con una beca y, a su regreso, se encuentra con Paulina y charlan y él descubre que sigue enamorado. Lo más curioso del caso es que no mucho después se enterará que ella fue asesinada por Julio la noche anterior al viaje a Europa del innominado protagonista. Éste quiere creer que esa visita fantasmal obedece a que ella le ha perdonado por sus celos. “para quererme vino desde la muerte. Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca”. Pero no se conformará con esa explicación y encuentra otra –alguien diría qué necesidad tiene de ninguna -: “Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival”.

2. Henry James.
Este novelista americano escribió una de las más famosas novelas de fantasmas que nos ha dado la literatura. Otra vuelta de tuerca es, entre otras muchas cosas, una narración de una sutileza psicológica como pocas vemos se han dado: en efecto, no se sabe qué admirar más, si el enmarcar la novela dentro de un contexto gótico para trascender con mucho lo que la narrativa gótica había ofrecido durante el siglo XIX, la ambigüedad con la que se nos presentan los personajes, que hacen que el lector oscile entre creer la versión de la institutriz protagonista – que afirma ver a su antecesora en el cargo y a su amante, ambos muertos - o, tal vez, pensar que se trata de la historia de una mujer que por alguna razón desconocida ha enloquecido. Lo que no podemos dejar de señalar es que se trata de una de las pocas obras que han triunfado tanto en la literatura, como en el teatro, como en al magnífica versión operística de Benjamin Britten como, por último, en la extraordinaria adaptación cinematográfica que de ella hizo Jack Clayton.

Pero no es la única obra en la que James utilizó a los fantasmas para sus propósitos literarios. En El rincón feliz, plantea la vuelta a Nueva York de un americano que lleva viviendo treinta y tres años en Europa – como el propio James, todo sea dicho de paso-. El reencuentro con su casa paterna y el preguntarse qué habría sido de él si no se hubiera ido de Estados Unidos se complementan en el hecho de que cree que existe un “alter ego” que habita en esa misma casa y que es lo que él hubiera sido de no haberse marchado de la ciudad. Una amiga y enamorada de él cree lo mismo y casi al final Spencer Brydon encuentra a ese “otro yo”. La verdad es que en ciertos momentos parece como si estuviéramos ante una variante del tema del doble, puesto que esa aparición también es miope y le faltan dos dedos de la mano derecha. Además no deja de ser interesante el ver este relato como una suerte de transposición de algunos de los aspectos biográficos del propio James, aunque eso quedaría ya fuera de los márgenes de este artículo.

Hay varios cuentos más de Henry James sobre fantasmas, pero sólo nos detendremos en dos más: El último de los Valerios. La aparición de un preciosa estatua de Juno en el jardín de un noble romano casado con una norteamericana altera la vida del hombre hasta el punto que relega a su esposa a un segundo lugar y sólo tiene ojos para la escultura. La coloca en un lugar aparte, la adora como si de un ídolo se tratara e, incluso, llega a hacerle sacrificios con la sangre de algún animal. Sólo al volver a enterrar la estatua volverá a ser como era antes. En La tercera persona, dos ancianas han heredado una amplia casa en la que se les aparece el fantasma de un antepasado colgado por contrabandista. Este hecho interferirá en las relaciones entre ambas, hasta el punto que parece como si de una competición amorosa se tratara, y como el párroco les ha dicho que tal vez ofreciendo algo desaparecerá para siempre, una de ellas lo consigue introduciendo de contrabando en Inglaterra …¡un libro de una editorial que estaba prohibida en esa época!.

3. Fantasmas humorísticos.

Pero no todo iba a ser misterio, crímenes sin castigo o presencias inexplicables. Autores hubo que prefirieron abordan el género desde un punto de vista humorístico. Cómo no pensar, primeramente, en el famoso El fantasma de Canterville, de Óscar Wilde. Y es que ya es rizar el rizo que sea la familia norteamericana que se ha instalado en un viejo castillo británico la que atemorice a un fantasma hasta el punto de que se esconda de ellos y evite hasta el verlos.

No le iba a la zaga otro autor inglés de educación, aunque birmano de nacimiento. Me estoy refiriendo a Saki (psudónimo de Henry Munro), fino humorista a quien debemos diálogos que estaría orgulloso de firmar el propio Wilde. Pues bien, en La ventana abierta hay una persona que ha llegado a un casa desconocida en la que la señora de la misma deja siempre abierta un ventanal para cuando venga su esposo y uno parientes que han salido de caza. Su hija le pone en antecedentes al invitado de que hace dos años que se les dio por muertos, pues nunca aparecieron sus cuerpos. Otro escritor hubiera puesto el énfasis en la escena en las que los desaparecidos entran por el ventanal abierto como si el tiempo no hubiera pasado; Saki opta por describir esa entrada, claro está, pero el efecto buscado es más la huida espantada del hombre que el efecto fantasmal pudiera provocar.

Otro autor británico es Lord Dunsany, y a él tampoco le faltan maneras para destacar en el uso de la risa y el humor. En efecto, Los fantasmas se plantea como un brevísimo cuento en el que dos hermanos discuten sobre la existencia o no de los fantasmas. Al incrédulo se le aparecen una serie de damas antiguas y unos monstruos que simbolizan los pecados que cometieron. Intentan apropiarse del protagonista, pero él hace que desaparezcan poniéndose a pensar en operaciones matemáticas.

4. Fantasmas que ajustan cuentas.

La mujer solitaria es una historia de Robert Louis Stevenson en la que una extraña mujer llamada Thorguna posee cofres con grandes riquezas que Aude, la esposa del jefe de la tribu, pretende comprar. Ésta invita a aquella a su casa a vivir y le roba un broche. Ese mismo día Thorguna muere, no sin antes hacerle prometer a su anfitrión que queme su ropa de cama y le entregue el broche a Aude y todo lo demás a su hija Asdis. La difunta se aparece dos veces, coincidiendo con la inminente muerte de Finward –esposo de Aude y padre de Asdis-, que no cumplió la promesa que le hizo a Thorguna es su lecho de muerte, y tras la muerte de Aude, para tranquilizar a Asdis en el sentido de que la maldición ha terminado.

En El rubio Eckbert, Ludwig Tieck (1775-1853) narra, muy en sintonía con los tiempos románticos que le tocó vivir, la historia de un noble que se casado con la hermosa Bertha, quien traicionó a la anciana que la acogió cuando era una cría llevándose perlas y un pájaro mágico. Tras la muerte de su esposa no sólo descubrirá que sus dos mejores amigos de Eckbert, Walter y Hugo, eran en realidad formas corporales que había ido adaptando esa vieja, sino que su esposa que tan duro final tiene era su propia hermana. Si uno quisiera encontrarse en menos de cincuenta páginas con todos los tópicos del Romanticismo no cabe duda que los hallaría bien colmados en este relato.

De la inagotable mina de escritores británicos que se han ocupado de los cuentos de fantasmas uno de los más singulares es Montague Rodhes James, profesor, anticuario y muchas cosas más, quien posee una facilidad impresionante para, a partir de la más cotidiana de las realidades, crean una atmósfera desasosegante. Una muestra magistral de ello es La fuente de los lamentos: en un campamento de adolescentes uno de ellos desobedece las instrucciones de no acercarse a un extraño pardo que se encuentra cerca. Desde lejos, sus compañeros contemplarán horrorizados cómo tres espectros se lo llevarán al interior del pardo del que no saldrá con vida, aunque sí sin una gota de sangre en sus venas. Desde ese día, quienes se aproximan allí verán ya no sólo las siluetas de tres mujeres y un hombre –esqueletos cubiertos de ropa hecha jirones -, sino también la de un muchacho.

5. En busca de paz.

De todas formas, en ocasiones el espíritu que aparece en las historias de las que venimos hablando no desea sino un reposo, una situación de paz en la que no se encuentran en ese espacio sobrenatural que parece hallarse a medio camino de la vida y la muerte. Daniel Defoe lo ilustra a la perfección en La aparición de Mrs. Veal. En efecto, a Mrs Margrave se le aparece su gran amiga para disculparse por haber dejado languidecer su amista durante demasiado tiempo. Como hemos sido testigos de ese hermoso sentimiento a los lectores nos conmueve esa actitud. Pero más aún lo hará cuando sepamos por uno de los parientes de esa mujer arrepentida que esa disculpa tuvo lugar justamente el día siguiente de haber muerto.

Paz es lo que parece ansiar igualmente la voz que tiene atemorizados a los habitantes de una población rural inglesa en La puerta abierta de Margaret Oliphant (1828-1897). Junto a la puerta de una mansión en ruinas se oyen llantos infantiles y estas palabras: “Oh, madre, déjame entrar!. Déjame entrar, ¡Oh, madre, madre!”. Por más que el protagonista investiga por su cuenta o con ayuda de un médico no logra averiguar de dónde pueden provenir esos lamentos. La explicación parece que se encontrará en la nueva incursión investigadora que emprenden esos dos personajes, junto al párroco de la zona, que mediante sus oraciones logra que no vuelvan a oírse esa sonidos, que él explica por el hecho de que un niño que vivía en aquella mansión muchos años atrás no podía entrar allí al haber muerto su madre, que trabajaba allí. Esos tremendos lamentos debieron de impresionar de tal modo a la naturaleza que se quedaron impresos en ella como una suerte de queja eterna hasta que el mencionado sacerdote les otorgó la paz que tanto necesitaban.

Otro de los autores clásicos de relatos de fantasmas es el irlandés Joseph Sheridan le Fanu (1814-1873). En El fantasma de la señora Crowl una adolescente entra al servicio de una extraña y poco menos que enloquecida anciana, la señora Crowl. Las palabras que le dice la primera vez que la ve, aparte del tremendo pánico que la propia señora despierta por su aspecto físico y su atuendo, tendrán sentido más adelante cuando, al fallecer esa señora, su fantasma se le aparece a la muchacha para revelarle dónde se encuentra el cadáver de su hijastro, al que ella misma ocultó en vida porque lo odiaba profundamente. Es decir, una nueva alma tras el eterno descanso y a la búsqueda de una paz que no acaba de encontrar en vida, por culpa de los remordimientos que su abominable crimen habían sembrado en su corazón.

6. Maldiciones.

Hay veces en las que la aparición misteriosa de un ser que ya no pertenece al mundo de los muertos – eso cuando lisa y llanamente nunca ha pertenecido a él- obedece a una determinada maldición. Frederick Marryat (1792-1848) es el autor de una novela titulada El buque fantasma -curiosamente como una de W. P. Hogdson, que además tiene varios relatos de terror ubicados en plena mar-, dentro de la cual se encuadra un historia llamada Una narración de los montes de Hartz (así la denomina Rafael Llopis, el antólogo y traductor de la estupenda antología en tres tomos que Alianza publicó hace veinte años bajo el título Antología de cuentos de terror). Pues bien, un marinero le cuenta a su compañero la maldición que persigue a su familia desde que su padre mató a una mujer-lobo con la que se había casado sin saberlo, pues ella había acabado con los otros dos hijos. El supuesto padre de esa criatura pronóstico la muerte del padre y del propio marinero, pasado un determinado tiempo. La fecha está apunto de expirar y los dos marineros se hallan en una isla del Asia Oriental, muy lejos de los bosques europeo en los que se ha desarrollado toda esa historia. Fatídicamente, ese día un tigre se lo llevará ante el espanto de su amigo, aquel a quien le había contado toda su vida y su maldición.

Las palabras de una mujer en la hoguera a punto de morir quemada acusada de brujería en 1690 son, dirigiéndose al hombre cuyos testimonios han sido determinantes para ser considerada culpable: “Habrá huéspedes en la mansión”. Pocas semanas después, en el plenilunio de mayo, Sir Matthew Fell aparece muerto y ennegrecido en su habitación, sin señales de violencia y con la única pista de que la ventana estaba abierta, pues el difunto acostumbraba dejarla así en esa época del año. Su hijo, llamado igual que el padre muere en 1735, en una época en la que la mortalidad de ganado y animales se había incrementado. El nieto, Sir Richard Fell decide cambiar el reclinatorio familiar en la iglesia parroquial, lo que obliga a hacer algunos cambios, entre ellos mover varias tumbas. La inquietud se extenderá en la aldea cuando se descubre que la de la bruja sólo contiene un ataúd vacío. Este noble decide trasladar su habitación al cuarto en el que murió su abuelo y, como no podía ser de otra manera –y es esperado por el lector habitual de este tipo de relatos-, también él aparece muerto y ennegrecido como su abuelo. El cuento de M. R. James El fresno termina cuando se deciden a quemar el árbol que hay cerca de la casa de los Fell y descubren un nido de arañas enormes, venenosas junto al que había, y eso es lo más desconcertante del caso, un esqueleto de ser humano, que para todos no podía ser más que el cadáver de la bruja quemada unos cincuenta años atrás.

6. Nuestros sentidos nos engañan.

En una de las obras inaugurales del género gótico, El castillo de Otranto de Horace Walpole, no sólo encontramos castillos, un barullo de idas y venidas de los personajes y el clásico final con anagnórisis incorporada, sino que –para lo que aquí nos interesa-, merced a una antigua profecía, irán apareciendo las partes de una gigantesca armadura en ese castillo, como anuncio del fin de Manfredo, el soberano de Otranto que ha llegado a ese puesto por las malas artes de sus antepasados, pero que es consciente de ser un usurpador y de que, a la vista de los diferentes prodigios que se van sucediendo en los días que relata la basta con acordarse novela, y la pérdida de sus dos vástagos, sus días en el trono tocan ya a su fin.

La verdad es que lo de que aparezca un fantasma dando un aviso no es inusual, hasta el punto de que del espectro del padre de Hamlet, que se la aparece al inicio de la tragedia shakespeariana para avisarle de que el autor de su muerte ha sido su propio hermano, quien no ha tardado en casarse con la madre de Hamlet para obtener el trono. Otro caso lo tenemos en La mujer alta, de Pedro Antonio de Alarcón, donde una extraña mujer alta se aparece a un joven ingeniero poco antes de la muerte de su padre y de su prometida. Un amigo suyo, sabedor de la presencia de esa mujer, acude al entierro del joven ingeniero, y en el cementerio puede ver perfectamente a quien tanto temor infundió en su recién fallecido amigo.

El otro nombre español que voy a citar en este artículo, no porque sean los únicos, pues podrían con justicia aparecer otros muchos, es el de Noel Clarasó. No es exactamente un caso de maldición, sino de una especie de tradición que un montañero se pasa a otro respecto a lo que todos los demás consideran una leyenda, El jardín del Montarto. Un anciano montañero le refiere a otro joven como en su juventud llegó una única vez a un jardín en un lugar que nunca después pudo hallar de la Montarto, que así es como se llama el monte. Allí se le aparece una hermosa mujer de la que se enamora y a la que querrá siempre, pese a no volver a verla jamás. El joven escucha incrédulo esa historia, pero no lo será tanto cuando el viejo muere y es él el que da con el jardín del que le había hablado, como si fuera el sucesor y el guardián de ese mundo. El relato termina justo cuando este joven espera encontrar a otro joven a quien entregarle el testigo de esa historia, para que también él acuda al jardín la misma noche de su muerte y halle el jardín, donde pasará cuatro días con la mujer misteriosa y a partir de ese momento ya nada le faltará para ser feliz.

La ciencia ficción no ha sido inmune a la fascinación del mundo de los fantasmas. Un autor tan notable como Stanislas Lew escribió Solaris en 1961, que conocería dos adaptaciones cinematográficas en 1972 y en 2005, a cargo de Andrei Tarkovski y Steven Soderbegh, respectivamente. La llegada de unos astronautas a un desconocido planeta cuyo nombre da titulo a la novela origina que, al ir a investigar este extraño lugar, uno de ellos encuentre a su esposa – que ha muerto tiempo atrás suicidándose-. El investigador Kris la pone en órbita literalmente pero, muy poco después, ella aparece de nuevo sin recordar para nada todo lo anterior, sólo su vida con Kris antes de su muerte. La explicación es que el planeta materializa, digámoslo así, lo que se esconde en el subconsciente de quienes llegan allí.

Otra situación clásica de los cuentos fantásticos es aquella que aparece en el breve cuento de Ambrose Bierce Un habitante de Carcosa. Un hombre despierta en medio de un lugar desconocido, aturdido por haber salido de una enfermedad, que por momentos piensa no haber superado: No hay personas, no hay edificios ni presencia humana de ningún tipo. De repente, aparece un tipo y al ir a saludarlo no parece ni percibir ni las palabras ni su presencia. No mucho después descubrirá que las raíces de un árbol han roto una lápida y en los restos de ésta ve, aterrorizado, su nombre, fecha de nacimiento y fecha de la muerte. En las dos últimas líneas se nos informa de que “tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles”.

No es una maldición ni una leyenda, pero creo que es un buen broche a estas páginas mencionar Un fragmento de vida, de otro famoso escritor de relatos fantásticos, Arthur Machen (1863-1947). Esta breve novela es como la summa de muchos de los temas más queridos por Machen, pues Eduard Darnell, el gris funcionario londinense que la protagoniza, empieza a descubrir que bajo la anodina ciudad inglesa – o quizás fuera más acertado decir junto a – se encuentran caminos vírgenes, bosques, antiguas creencias, un mundo paralelo donde la felicidad es posible, donde la belleza y la búsqueda mística de la verdad ofrece la promesa de una vida plena. Evidentemente, con una percepción tal de esa otra realidad, la vida de Eduard cambia y en la última página de sus documentos aparecen estas palabras: “Así desperté de un sueño en que soñaba con un barrio de Londres, con trabajo diario, con pequeñas cosas tediosas e inútiles; y, al abrir lo ojos, vi que me hallaba en un bosque arcaico, donde un límpido manantial se alzaba en nieblas y vapores bajo un calor que volvía trémulo el paisaje”. Curiosamente, frente a todos cuantos hemos visto que no encuentran la paz en la realidad ni en el presente, seguramente por no pertenecer a ésta ni tener su alma en aquella, Darnell afirma haber encontrado la felicidad en un mundo que sí es el presente, por más que no sea aquel en el que se desarrollan nuestras vidas cotidianas. Es más, parece como si fuera una suerte de antifantasma, dado que se trata de un ser humano que logra su realización precisamente en un mundo en el que uno esperaría que fuera la morada natural de los seres sobrenaturales de los que venimos hablando en estas líneas.


                                                                 José María García Pérez

miércoles, 11 de noviembre de 2009

SACRIFICIOS

Habiendo pasado desde la infancia hasta la juventud sirviendo como esclavos en la hacienda de un despótico terrateniente, Anju persuade a su hermano Zoshio para que huya con ocasión de acompañar a una anciana a la que se ha concedido poder morir en el bosque, fuera de las vallas que acotan el territorio de poderoso y terrible Sansho. Él accede, ella sabe que es la única posibilidad de que uno de ellos encuentre a su madre, de la que fueran separados siendo niños, tras la destitución de su padre como gobernador de la provincia por estar en contra de la esclavitud. Pero también sabe que con su decisión ha firmado su sentencia de muerte, dado que los esbirros de Sansho tienen orden de marcar con un hierro ardiente tanto a los que intentan huir como a quienes los ayuden.

Ella acepta ese sacrificio y, en unas imágenes imborrables, busca la muerte en un río para evitar la tortura: la vemos entrar en el agua mientras, paralelamente, contemplamos a la madre viendo el mar desde un alto a donde le han acompañado varias prostitutas – ella ha terminado siendo una también-, puesto que cuando intentó escapar fue capturada y le cortaron los tendones de los pies como castigo. Cuando volvemos al río sólo se nos concede ver unas ondas concéntricas que aluden a ese suicidio de forma metafórica.

El hijo no sólo logra escapar sino que, además, obtiene el cargo de gobernador y, siguiendo los dictados que su padre le inculcó cuando era un niño y al que nunca volvió a ver, prohibe la esclavitud y libera a sus antiguos compañeros de infortunio. Pero también descubrirá la muerte de su hermana, tras lo cual busca a su madre, y al final, en una playa, la encuentra: vieja, sin poder andar y ciega. Ella pregunta por su hija y brotan de sus ojos sus últimas lágrimas al saber su suerte. Y la cámara se aleja pudorosamente de esa especie de “maternidad” al revés, dejando a los personajes con su dolor y al espectador con el alma encogida por semejante tragedia (El intendente Sansho, Kenji Mizoguchi, 1954).

Quince años antes, el propio Mizoguchi ya había profundizado en el tema del sacrificio en otra hermosísima película: Historia del último crisantemo. Allí un joven aspirante a actor, Kikunosuke, adoptado siendo niño por una familia que han sido actores de teatro kabuki durante generaciones, intenta seguir sus pasos pero, aunque todos lo adulan y le intentan convencer de lo bueno que es en el oficio, sólo la niñera de su hermano pequeño le dice la verdad: que es un actor mediocre. Él aprenderá a valorar esa honestidad y acabará enamorándose de Otuku, aunque ella pertenece a otra clase social y es rechazada por la familia de él.

Ella le ayuda con sinceridad y sacrificio, no obstante lo cual una compañía teatral se ofrece a contar con él siempre y cuando renuncie precisamente a Otuku., es decir, a quien debe que su trabajo actoral hay ido mejorando poco a poco. En una nueva escena final imborrable, Otuku agoniza mientras Kikunosuke, consagrado en su oficio, preside un desfile de actores que descienden por el río en enormes piraguas, todo ello a la vez que la verdadera responsable del éxito de su amado muere escuchando el clamor en torno a su enamorado que lo reconoce como un actor sobresaliente.
Cumplidos ya los setenta años, recién salido de una grave enfermedad, y después de medio siglo en el mundo del cine, John Ford iba a rodar su última película en 1965: Siete mujeres. En el cine de Ford la idea de sacrificio siempre había estado muy presente, y la simple enumeración de personajes que ofrecen sus recursos, su comida o su vida por otros sería interminable. En esa postrera obra la doctora Cartwright llega a una misión religiosa en China y, paradójicamente, en un lugar donde todos son creyentes, ante el ataque de un grupo de guerreros mongoles, ella, la única atea, envenena al jefe de los bandidos y se suicida con él, para que de esa manera el resto de sus compañeros pueda sobrevivir.

Siguiendo con los ejemplos cinematográficos ahora nos situamos veinte años después de la obra de Ford. Un realizador ruso que ya no podía rodar en su país y ya enfermo de un cáncer que acabaría con él en no mucho tiempo, iba a filmar en Suecia una película cuyo título no puede venir más a cuento: Sacrificio. Andrei Tarkovski sitúa a sus personajes en una casa que parece fuera del tiempo y del espacio. Allí ven la noticia de que ha estallado la tercera guerra mundial. Un hombre decide ofrecer su vida a Dios a cambio de que ese conflicto no tenga lugar. En buena lógica narrativa, y como consecuencia de esa promesa, la guerra no tiene lugar y él morirá.

UN PASEO LITERARIO

Eveline es una joven que se ha enamorado de un joven marino en su Dublín natal. Pocas horas antes de partir a Buenos Aires con él para emprender una nueva vida, repasa lo que ha sido la suya hasta entonces: la violencia de su padre contra su madre, la muerte de ésta, las dificultades de sacar adelante a la familia –como única mujer de la casa, esa tarea ha recaído sobre ella- y hacer eso compatible con su trabajo. Pero, además, la memoria se le dispara a las calles donde jugó, los amigos que tenía, el futuro que la espera en otro continente, en esa especie de tierra prometida. Al final, conmovedoramente, ya juntos en el puerto los amantes, Eveline opta por no embarcarse en el último momento, porque a pesar de los pesares, cree que la vida que ha escogido no es, a fin de cuentas, tan mala (Eveline es uno de los más hermosos cuentos incluidos por James Joyce en su primer libro, Dublineses).

Curiosamente, en el último cuento incluido en ese libro por el autor irlandés, Los muertos, Gretta, la esposa del protagonista, Gabriel, parece como si fuera una especie de prolongación de la joven Eveline, claro que ya madura, casada y con hijos. En efecto, ella no parece feliz en su matrimonio, y conociendo el carácter de Gabriel -que se nos presenta como un tipo engreído, superficial y pagado se sí mismo- ello no puede extrañarnos. A pesar de eso, Gretta continúa con la vida que le ha tocado vivir, seguramente con todas sus decepciones y tristezas, pero tampoco puede evitar las lágrimas al recordar durante las celebraciones de Navidad a un adolescente que la amó apasionadamente en el pasado, y que al oír las explicaciones de su esposa Gabriel cree que se trata de algo bajo y ruin, que sobre todo lo deja a él fuera de la vida íntima de su esposa, y que murió con diecisiete años tras haberle dicho, atravesando la ciudad en pleno estado febril por una enfermedad, que la vida sin ella no merecía la pena ser vivida. No es extraño que el relato acabe con la reflexión de la importancia que siguen teniendo para los vivos aquellos muertos que ya no están con nosotros pero cuya memoria nunca desaparecerá de nuestras vidas.

Tres hermanos están construyendo una torre de piedra para vigilar la llegada de bandidos y proteger sus posesiones y a sus familias, pero por una razón u otra ese trabajo no progresa, y los tres creen que es porque no han seguido las costumbres de su región: enterrar a una persona bajo los cimientos de la torre. Deliberan sobre el asunto y deciden que la primera de las esposas que aparezca al amanecer del día siguiente será sacrificada, con el compromiso de que ninguno se lo dirá a su respectiva mujer. Pues bien, el mayor no le dice nada a la suya ni una palabra del asunto, pero ello obedece a que quiere deshacerse de ellas, pues está enamorado de otra, pero como habla en sueños aquella se entera de los planes. El segundo le ordena a la suya varias tareas para que no vaya a llevarles la comida la primera. El más pequeño no le comenta una palabra, razón por la cual su esposa es la primera en llegar. No obstante, cuando ella llega allí, su marido se interpone entre sus hermanos y ella, lo que origina que lo maten. Su esposa, antes de ser emparedada les ruega a sus cuñados que dejen un hueco en el muro de piedra para poder amamantar a su hijo aún bebé, y ellos acceden. Pasan los días, las semanas, los meses y hasta dos años, nutriendo a su hijo con sus pechos. El niño se ha ido criando fuerte y sano, y todo ello aunque la madre había muerto al poco tiempo de ser enterrada en vida, pero se ha producido ese milagro que da pie al propio título del relato de Marguerite Yourcenar, La leche de la muerte.

DIOSES Y GIGANTES

En ocasiones, la idea de sacrificio entraña la muerte de un hijo a manos de su padre. Ahí tenemos el caso de la joven Ifigenia, que Agamenón ha de sacrificar para ganarse el perdón de la diosa Atenea y que ésta permita que la armada troyana pueda seguir su navegación hacia Troya para la famosa guerra que haría inmortal Homero. Eurípides lo reflejó de manera maravillosa en dos de sus tragedias y, mil quinientos años después, hizo lo propio con ese tema uno de los grandes dramaturgos de la historia, el francés Jean Racine. Ese sacrificio recuerda mucho al de Isaac a manos de su padre Abraham, tal como nos lo narra la Biblia, pero también a Jefté, otra joven a la que su padre tiene que sacrificar en beneficio de su pueblo, historia que aparece igualmente en los textos bíblicos y que conocería una cierta fortuna en la historia del oratorio, el más famoso de lo cuales se debe a G. F. Haendel. Claro que la trascendencia que en el mundo de la música en general, y de la ópera en particular, de la vida de Ifigenia fue infinitamente superior, pues podríamos contar no menos de veinte óperas a lo largo de la historia de la música.

Pero a veces el sacrificio que exigen los dioses no afecta a una relación paterno-filial, sino a una de pareja. Un ejemplo maravilloso lo tenemos en una obra maestra de la literatura universal como es la Eneida. En el libro cuarto Eneas, uno de los nobles troyanos que ha podido escapar de la guerra de Troya, llevando a su padre Anquises, navega en busca de un lugar donde fundar un nuevo imperio, aunque no saben exactamente ni dónde ni cuándo tendrá lugar esa fundación. A su llegada a Cartago, la reina Dido y Eneas se enamoran, por lo que los dioses deben intervenir y persuadirlos para que los planes divinos sigan adelante. Dido no puede por menos que ceder a esa voluntad superior, pero eso no hace que su amor disminuya, todo lo contrario, cuando la nave de Eneas se pone en marcha en dirección a Italia, donde fundará Roma, ella va siguiéndola desde la orilla hasta un acantilado donde, sin que nadie hubiera podido esperarlo, le lanza al vacío, incapaz de seguir viviendo sin su amor.

A mediados del siglo XX, en la costa este de los Estados Unidos un objeto proveniente del espacio aterriza y su misterioso tripulante, un robot cuy nombre nunca sabremos, ha perdido la memoria. Un niño de diez años lo salva de morir electrocutado y se convierte en su amigo. Poco a poco Hogarth le enseña al metálico gigante que todos tenemos un alma que no desparece, que las armas son malas y que su extraordinario amigo no es un arma. Sin embargo, el ejército no opina lo mismo, por lo que envía tropas para terminar con él, y en el fragor de la lucha el robot cree que han matado a Hogarth, lo que hace que se convierta en una terrible arma de destrucción. Cuando todo parecía aclarado un buque lanza una bomba atómica contra el gigante, condenando con ello a la desaparición del idílico pueblo de Rockwell. Su mirada recorre el pueblo y toma la decisión de hacer buenas las palabras de su amigo: “Eres lo que quieres ser” y se lanza contra la bomba para evitar la muerte de tantas personas y de ese lugar que tanto recuerda la imagen de lo que siempre EEUU ha deseado ser (El gigante de hierro, Brad Bird, 2002).

ENTRE MARES

Cuando el cine mudo agonizaba ante el éxito de la películas habladas, F. W. Murnau (1888-1931) se fue a Samoa a rodar Tabú, la historia de un amor imposible entre dos jóvenes: él es un arrojado pescador y ella una hermosa chica a la que el hechicero de la tribu declara tabú, es decir, que nadie puede tocarla porque va a servir a los dioses. Ambos huyen a otra isla para poder disfrutar de su amor, pero el anciano hechicero –y las progresivamente más pronunciadas sombras- los persiguen. El joven no le habla de la deuda que va contrayendo con un avaricioso francés y de cómo ha de arriesgar su vida buscando perlas en un mar infestado de tiburones, porque lo importante es que ella sea feliz. Pero el perseguidor los ha descubierto y para evitar que mate a su amado, ella se ofrece a ir con el viejo y aceptar su destino. El joven descubre al despertar la huida y nada y nada tras ellos y cuando alcanza la cuerda de la barca en la que ellos viajan, el hechicero la corta, condenándolo a morir en medio del océano. Los sacrificios de los dos no han servido de nada.

En una obra maestra de la historia del cuento, Robert Louis Stevenson narra la historia no muy alejada del argumento anterior. Otra pareja, también en los Mares del Sur, se acaban de casar, pero él ha contraído la lepra. Para curarse vuelve a comprar una botella que tiene un demonio en su interior, y que ya había poseído tiempo atrás, que tiene el poder de realizar los deseos de su poseedor, al precio, eso sí, de condenar su alma al infierno para toda la eternidad. No obstante haberse curado, su espíritu se apaga y ella se las apaña para comprar la botella, porque el amor que siente por él es superior al miedo de perder su alma. Pero ahora será ella quien se consume ante la perspectiva de lo que la aguarda tras la muerte. Por segunda vez, el amor le lleva a recomprar la botella y, de nuevo, ella hace lo propio después. A todo esto prácticamente ya la botella no se puede comprar, porque en cada operación de compra hay que adquirirla por menos dinero de lo que costó y después de varios siglos de permanecer en la tierra prácticamente ya no vale nada. Finalmente, un viejo lobo de mar adquiere la maléfica botella y libera a la pareja de su maldición. Sólo una mano maestra como la del escocés podía dar tales detalles de hondura psicológica y llevarnos encandilados y temerosos a la vez al final feliz con el que concluye El diablo en la botella.
TEATRO Y ÓPERA

Antonio compromete su fortuna para que el judío Shylock preste tres mil marcos de oro a su gran amigo Basanio, que pretende la mano de la prudente y hermosa Ana, la noble joven de la que está enamorado. Pero la suerte le es esquiva a Antonio y sus naves cargadas de productos para comerciar por todo el mundo se van hundiendo para desesperación de todos, puesto que no sólo está en juego su fortuna, sin también su vida: Shylock incluyó en el contrato una cláusula que le permitirá arrancar una libra de carne de la parte del cuerpo de Antonio que desee. Al final, Antonio y sus amigos saldrán victoriosos y recuperarán el dinero; Shylock no sólo pierde su fortuna sino también a su hija, que se ha fugado con un noble cristiano, y todo tiene un hermoso final feliz en esa maravilla de mezcla de tragedia y comedia que es El mercader de Venecia de William Shakespeare.

Pero a veces uno compromete también su trabajo, su honor y casi hasta su familia. Es lo que ocurre, por ejemplo, al doctor Eckerman en Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen. Él ha descubierto que las aguas del nuevo balneario que se va a inaugurar en su ciudad están contaminadas, y se enfrenta con todos los poderes de la misma para convencerlos de que no se abra el balneario, incluido al alcalde, que es su propio hermano. La obra termina con el doctor que se ha quedado solo, dispuesto a luchar por la verdad, aunque para ello se convierta – como de hecho se convierte – en un apestado social, careciendo incluso del apoyo de su misma familia, dado que ni su esposa ni varios de sus hijos están de acuerdo con las decisiones que toma su padre.

En el ámbito musical, otra mujer prefiere perder su vida antes que revelar el nombre de aquel a quien ama en secreto. En efecto, antes la amenazas de terribles torturas por parte de la malvada emperatriz del trono de China, Turandot, que intenta averiguar el nombre del protagonista para no tener que desposarse con él, Liú, que ha acompañado a Calaf –el héroe de la ópera, y cuyo nombre conoce perfectamente como es lógico- y se ha ocupado del padre de éste, tras cantar una de las más hermosas arias de la historia de la música, se calva un puñal en el pecho, compartiendo su final con el de numerosas heroínas de las óperas de Puccini, en una obra que también lleva como título el nombre de una de sus protagonistas, Turandot.

No es precisamente en secreto como Violeta como ama a Alfredo, en otra famosa ópera, en este caso a partir de la novela de Alejandro Dumas, La dama de las camelias. Incluso la pareja vive junta en una quinta próxima a París. Pero el padre de él no puede aceptar esa relación, pues pertenece a una familia noble e influyente y no quiere que la relación sentimental de su hijo melle su reputación. En consecuencia, visita a la chica y le convence para que deje a su hijo, pues es lo mejor para él. Ella, pese a la sinceridad de su amor, accede y le envía una carta frívola en la que finge que ya no ama a Rodolfo y desaparece de su vida. Él no sale de su asombro y la humilla públicamente, lo que hace doblemente dolorosos sus sentimientos –no en vano se trata de dos personajes de honda raíz romántica -. Tiempo después, consigue saber de su paradero y va a verla, descubre la verdad y también, para su desgracia, que ella está enferma de tuberculosis y, de hecho, morirá en sus brazos (La Traviata, Giuseppe Verdi).

PADRES E HIJOS

Jeremy Fox es el jefe de una cuadrilla de contrabandistas y, además, un noble por el que suspiran las mujeres y a quien envidian los hombres. Sin embargo, su corazón perteneció a una mujer ya muerta, la madre de chico llamado John Mohune, y éste se presenta ante él para que le eche una mano en su vida. Fox le ayuda a buscar un valioso diamante, a principio con la secreta intención de quedárselo él, pero después expondrá su vida para salvar la del chico – que bien podría ser su hijo de no haber mediado la rotunda oposición del padre de la difunta-. En una de las más memorables escenas finales que nos ha dado el séptimo arte, el atormentado y de inequívoco regusto romántico héroe que es Fox se adentra en el mar que una pequeña barca, mortalmente herido, y desde allí se despide de John, llevando en su rostro la lividez de la muerte que le espera en el mar (Moonfleet, Fritz Lang, 1954).

En clave humorística hay un episodio de Los Simpsons en el que se trata el tema que nos ocupa, con el sesgo burlón tan habitual en esa serie. El abuelo Simpson necesita un riñón para poder vivir, y con la inconsciencia que el caracteriza, Homer se ofrece voluntario para donarle uno de los suyos. Pero en dos ocasiones en los que le van a extraer el riñón huye o intenta huir. Tras la extirpación final, Homer abraza a Bart tocando la zona donde se encuentra el riñón de su hijo, pensando en que algún día su hijo hará lo mismo por él, ante la cara de preocupación de su primogénito que semejante gesto paterno despierta en él.
FINAL EN LA LUNA

La tripulación de un viejo proyecto espacial de la NASA se reúne de nuevo para poder hacer su sueño realidad: treinta años atrás no pudieron ser enviados al espacio por varios problemas y la misión fue abortada. Los cuatro amigos son lanzados al espacio y allí descubren una estación espacial soviética que contiene un buen número de misiles. Ante la posibilidad de morir todos allí, salvando eso sí de que caigan a la tierra, uno de ellos, que se sabe con muy poca vida por delante –le han comunicado un poquito antes que tiene un cáncer terminal -, escoge sacrificarse y, en una imágenes inolvidables, Tommy Lee Jones, que es quien encarna a ese personaje, termina en la superficie lunar, sentado tan tranquilo como si de una merienda campestre se tratara, y en el cristal de su casco de astronauta se ve reflejada la tierra, todo ello mientras suena una bonita canción que habla de nuestro satélite, pero una canción de la época en la que el equipo protagonista eran unos jóvenes cuya máxima ilusión en la vida era la que ahora ya se ha convertido en realidad. La espera –y la vida- ha merecido la pena (Space cowboys, Clint Eastwood, 2000).



                                                                       José María García Pérez