lunes, 6 de diciembre de 2010

TERRIBLE BONDAD

TERRIBLE BONDAD

Watanabe, un gris funcionario japonés de mediados del siglo XX, recibe la noticia de que le quedan únicamente tres meses de vida. Desde ese momento, su objetivo en la vida va a ser agilizar la construcción de un parque infantil en un barrio pobre, aportando incluso su propio dinero. Lo curioso del caso es que, tras su muerte, el último tercio de la película Ikiru (Akira Kurosawa, 1951) se ocupa de las conversaciones de varios vecinos, entre los cuales algunos alaban al oficinista, pero otros critican la actitud de Watanabe, como rebajando su esfuerzo e el interés desplegado por ese hombre que quiere mirar la muerte de frente, sin avergonzarse por no haber hecho algo digno en su vida.

Es sorprendente comprobar cómo abundan los casos en los que, tanto en el cine como en la literatura, se nos muestran las vidas y sentimientos de personas que, a pesar de su gran bondad, son duramente vapuleados y criticados por su comportamiento y forma de ser. Sin salirnos de Japón, la protagonista de la película Madre (Mikio Naruse, 1954) se pasa toda la vida luchando por su familia y por el negocio familiar y lo único que obtiene a cambio es que sus hijos ni siquiera le den las gracias por todo su trabajo y desvelos e incluso les parezca mal que acepte la ayuda de su cuñado, que viene a echarles una mano cuando fallece el padre de familia.

Dos mujeres de la literatura decimonónica pueden ilustrar a la perfección este asunto: Benigna es la criada atenta y servicial que a todo el mundo ayuda, especialmente a la familia a la que sirve como criada. Pues bien, al final, cuando ellos han logrado salir de la miseria, la ignoran y desprecian (Misericordia, Pérez Galdós, 1890). Criada es también Felicité, quien se ocupa de ayudar a sus señores y cuantos la rodean para morir al final del relato sin que a nadie parezca importarle dicha muerte (Un corazón sencillo, Gustave Flaubert, 1877). Entre paréntesis digamos que existe un hermoso dibujo de David Hockney titulado “Felicité sleeping with Parrot”, hecho para una edición de esa obra de Flaubert, y que sirve también como portada de una novela de Julian Barnes sobre este autor titulada El loro de Flaubert, en el que se refleja muy bien la bondad que respira ese rostro, curiosamente no descrito por el novelista galo.

En ocasiones, esa bondad de determinados personajes está potenciada por el hecho de un aspecto desagradable, cuando no directamente monstruoso. Así, la nariz del inolvidable Cyrano de Bergerac le hace inseguro de sí mismo a la hora de sus relaciones con las mujeres, y ello a pesar de sus dotes poéticas, su valor, su destreza con la espada y, sobre todo, su hondo sentido del honor y la dignidad. Más grave es el caso del jorobado de Notre-Dame, puesto que en la novela de Víctor Hugo, Quasimodo – el nombre ya es una descripción del personaje, siguiendo el adagio latino de “nomen est omen” - tiene un corazón noble, pero la gente es incapaz de verlo, oculto como está dentro de un cuerpo deforme.

No menos dolorosa es la vida de John Merrick, el inglés apodado “el hombre elefante”, que va desde su exhibición como monstruo de feria y objeto de estudio en las facultades de medicina – hábilmente, el director de la película David Lynch equipara visualmente ambas exposiciones al público como algo muy doloroso para Merrick-. Ese aspecto físico terrible es tanto más tremendo por darse precisamente en un ser que se mostrará después sensible, que aprende a leer, capaz de disfrutar de una sesión de té, de charlar animada e inteligentemente ante damas de la nobleza y de disfrutar y emocionarse ante una función de teatro o de ópera.

Lastimosa es también la vida de la innominada criatura que protagoniza buena parte de Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley. Su físico aterroriza a cuantos lo ven, incapaces de valorar su bondad, y sólo un ciego – elemento suficientemente revelador – podrá apreciar su gran corazón. Esa falta de cariño y de comprensión, ese odio que todos le profesan, le harán huir a las llanuras polares, lejos de la presencia humana, buscando refugio en una soledad que no sea tan dolorosa, evidenciando un tema tan querido para los románticos. De todas formas, ese rechazo social también es interpretable en clave autobiográfica, puesto que Mary Shelley pasó buena parte de su vida sufriendo las críticas por decidir irse con el poeta Percy Shelley y formar una familia, relación que motivó que éste abandonara a su esposa e hijos.

Como si de una versión moderna del Pinocho de Carlo Collodi se tratara, Eduardo Manostijeras es una suerte de ser humano desvalido e incompleto porque su creador ha muerto antes de poder ponerle unas manos, de modo que en su lugar lleva unas tijeras que le había instalado provisionalmente. En este caso, su corazón generoso y su capacidad creadora –el ser creado es, a su vez, ser creador- se evidencia en esas extrañas formas que da a los arbustos al podarlos o, en una escena memorable, y de inequívoco regusto erótico, corta con sus tijeras el pelo de una mujer.

No tiene tara física alguna, al contrario, es un hombre incluso atractivo, lo único que lo diferencia de los demás ciudadanos franceses con los que se relacionan es el hecho de que se trata de un indio venido de América y cuyo nombre, igual que el de los anteriores, es claramente simbólico: Cándido. El protagonista de esta novela de Voltaire intenta comportarse según las normas y leyes francesas del siglo XVIII, como una especie de buen salvaje roussoniano – del que en cierta medida es una burla - , pero continuamente se da de bruces con las costumbres y hábitos que ve y oye a unos y otros, que contradicen sistemáticamente lo que él había aprendido en un principio.

Un siglo después, y en el ámbito de San Petersburgo, Mitchin es el príncipe que protagoniza El idiota de Dostoievski. Al igual que otros personajes de este autor, como por ejemplo el Aliosha Karamázov, ese noble intenta hacer el bien a los demás a toda costa, lo que no deja asemejarlo a ser un trasunto de Cristo, como se comenta explícitamente en algún momento. El resultado de esas buenas intenciones no puede ser peor, hasta el punto de que llega un momento en que quienes lo rodean le piden que les deje en paz, tal es el cúmulo de desastres e inconveniencias que deja a su paso. Significativo me parece que el mencionado Kurosawa realizara una adaptación de ese noble al cine.

A finales de ese mismo siglo, una mujer bondadosa pierde al hombre que ama, fusilado por el cruel Scarpia, enamorado celosamente de ella. Tras entonar una bellísima aria, en que reconoce haber vivido para el arte y para ayudar a los demás, la famosa “Vissi d´arte”, Tosca asesina a Scarpia y a continuación se precipita al vacío, en uno de los numerosos suicidios femeninos que tanto abundan en las óperas de ese maravilloso músico que es Giacomo Puccini, y que al igual que otras tiene por título justamente el nombre de la heroína, esto es, Tosca.

La vida real, siempre por delante y hasta por encima del arte, nos depara algún triste ejemplo del tema que nos ocupa. Recordemos que el año 2006 un hombre que se ocupaba de atender a sus padres y a sus dos hijas, vecino ejemplar y amable ciudadano, asesinó a su madre, a su esposa y a sus dos hijas. Tan triste caso parecía ilustrar la bondad de un ser humano que, no pudiendo seguramente soportar el sufrimiento de sus seres queridos y el haber dedicado buena parte de su vida a atenderlos, estallaba en una espiral de violencia terrorífica. En la ficción ya habíamos visto un ejemplo: en la extraordinaria película El dinero (1982), de Robert Bresson, un joven ladrón, al que una amable familia acogía en su hogar, no pudiendo soportar el apoyo y el cariño con que lo trataban- probablemente porque nadie antes se había preocupado de él de ese modo- terminaba matando a todos los miembros de dicha familia.

En ocasiones la bondad limita casi con la simpleza, como en el caso del mencionado cuento de Flaubert o en el hermoso relato de Leopoldo Alas “Clarín” Doña Berta. En éste, no es que haya alguien que pague malamente la bondad de la anciana protagonista, entre otras cosas porque prácticamente no se ha relacionado con nadie en casi toda su vida. Sin embargo, la búsqueda del hijo que le fue arrebatado nada más nacer por los hermanos de la joven para no manchar la honra de la familia, en la que abandona su seguro refugio del norte de España y viaja a Madrid, se convierte en el último intento por justificar una vida que ha pasado en la más absoluta de las grisuras. Ni que decir tiene que, tratándose de Clarín, a Doña Berta le es negado un final feliz, como a todos los personajes de sus ficciones, y lo más terrible es que muere atropellada en plena calle por un tranvía en pleno Madrid, sin haber podido adquirir el retrato que de su hijo había hecho un famoso pintor y que es lo único que de él puede contemplar, dado que el joven murió en una batalla como murió el padre de éste.

Terminamos con un personaje al que podemos incluir perfectamente en esta larga lista, por más que no sea de carne y hueso. Me refiero al metálico protagonista que viene del espacio exterior, en la que es una de las mejores películas de los últimos años: El gigante de hierro (Brad Bird, 2001). Debido al impacto producido al chocar contra la tierra ha perdido la memoria, de manera que el conocimiento de las cosas y de las personas que va viendo se produce a través de un niño de diez años. La muerte, la existencia del alma, la bondad, la necesidad de no resolver los problemas mediante la violencia son algunos de los temas que aparecen en esa magnífica obra, que culminarán con el sacrificio que el gigante hace lanzándose contra un misil nuclear para evitar la destrucción de la pequeña ciudad de Rockwell y de sus entrañables habitantes. Otro personaje creado por Brad Bird tiene problemas también para ser aceptado por los suyos y por la propia sociedad en la que vive, pero el simpático Remy de la película Ratatouille es capaz de ser fiel a sí mismo y de ganarse el respeto de quienes le rodean y de encontrar, al fin, ese lugar en el mundo tras el que andan buena parte de los personajes que han ido apareciendo en estas líneas.


                                                                                             José María García Pérez

sábado, 4 de diciembre de 2010

mensajes

MENSAJES
¡Qué distintas pueden ser las intenciones que se desprenden de un mensaje! Por ejemplo, no es difícil recordar cómo Jim Hawkins encuentra el mapa del tesoro que poseía Bill Bones, en la primer parte de La isla del tesoro, ese tesoro que ocultó el temible capitán Flint y que también desea el singular pirata John Long Silver. En otras ocasiones es un preciada joya, como en El escarabajo de oro de Edgar Allan Poe o el valioso diamante que lograrán Jeremy Fox y John Mohune, el jefe de los contrabandistas y el niño que ha llegado a un lugar inhóspito tras la muerte de su madre en Moonfleet (Fritz Lang, 1954). En este último caso, además, está elaborado ingeniosamente a partir de citas erróneas de la Biblia, mientras que en el cuento de Poe la dificultad de encontrarlo estriba en que el criado que ayuda al protagonista confunde su lado derecho con el izquierdo, lo que está a punto de dar al traste con la búsqueda que, por supuesto, tendrá un desenlace feliz. Pero de los mensajes ocultos se puede pasar a las amenazas y maldiciones, a las declaraciones de amor, a las lecciones de las maestras, a las esquelas, los anónimos o las cartas de despedida de un amante. Pero veamos poco a poco cada uno de esas intenciones.
AMENAZAS
Cada vez que un miembro de la familia Openshaw recibe un sobre con una pequeña nota y cinco semillas de naranja, no tarda en pasar mucho tiempo en ser asesinado misteriosamente. Por fortuna para el lector, el último de los amenazados acude al mismísimo número 23 de Baker Street, donde Sherlock Holmes no tardará en averigüar la causa de esos crímenes, con la sagacidad que le caracteriza; todo ello tiene lugar en una historia corta de Arthur Conan Doyle titulada Las cinco semillas de naranja. No es este el único caso de un mensaje amenazante que nos ha legado la literatura, pues tal vez el más famoso se encuentre en la obra de Stevenson que hemos mencionado, cuando el pirata que se aloja en la posada de Jim recibe un sobre con un círculo negro en un papel, cuyo sentido todo pirata conoce y teme: su vida terminará en breve y no de buena manera, que es lo que le ocurre al capitán Bones.
Un papel con una extraña escritura en runas es igualmente el mensaje que intenta descifrar el detective que encarna Dana Andrews en una excelente película de Jacques Tourneur, La maldición del demonio (1957). Y esa nota le llegó a un hombre cuya rara muerte está investigando. Lo curioso del caso es que avisa de la llegada de un terrorífico demonio medieval, motivo que ya se hallaba en el relato que sirve de punto de partida a la novela, La maldición de las runas de M. R. James, uno de las grandes autores de novela de terror, como ya señalamos en un artículo dedicado a los fantasmas. De hecho, por citar sólo un ejemplo, en otro cuento suyo llamado El fresno, los miembros de una familia nobles iban muriendo en extrañas circunstancias por la maldición que una bruja había echado a uno de los antepasados, que la había condenado a morir en la hoguera.
No menos amenazantes resultan los extraños jeroglíficos que acompañan a toda momia egipcia que se precie, sea en el cine o en la literatura. Ahí está el caso, sin ir más lejos, de la primera en La momia (Terence Fisher, 1959), en la que aquellos que han participado en la excavación de una tumba egipcia van muriendo misteriosamente, pues existe una maldición para quienes profanen las tumbas de los faraones. En el caso de la literatura, existe un largo fragmento de la novela La joya de la siete brillantes que Bram Stoker eliminó y que, leído como pieza independiente, no carece de interés. Se trata de Las nupcias de la muerte, cuya trama gira sobre el intento de varios científicos de volver a la vida a la momia de la reina Tera, siguiendo las instrucciones que hallaron junto al sarcófago. Ni que decir tiene que el resultado final no puede ser más ominoso.
MENSAJES DE AMOR
Una simple dedicatoria en un libro, acompañada de un poema de Lord Byron, pueden hacernos estallar en lágrimas: el fotógrafo Robert Kincaid y Francesca vivieron una historia de amor que duró cuatro días pero que no olvidaron jamás. La llegada del libro de fotografías que originó su encuentro, muchos años después, junto con la cámara y una nota que informa de la muerte de Kincaid, despierta el recuerdo de un sentimiento que nunca se fue del corazón de Francesca, y lo mismo nos pasa a nosotros como testigos de esa historia inolvidable de amor que es Los puentes de Madison County (Clint Eastwood, 1995).
Marianne intenta escribir cómo es Ferdinand (al que llama Pierrot), y lo hace escribiendo un papel con una maravillosa serie de antítesis: “real y surreal, cuerdo y loco, etc.” Como siempre en Godard, quien pone numerosas veces a uno de sus actores a escribir y nos muestra cómo fluyen las palabras y se van plasmando en los cuadernos, vemos el hecho físico mismo de la escritura, así como la hoja con las palabras a través de las cuales ella trata de explicar a su amado –y así mismo-cómo es él. Por su parte, Ferdinand escribe un poema que intenta arrojar luz sobre su relación con Marianne, pero lo único que hace es lanzar más confusión sobre ella (Pierrot, le fou, 1965). De todas formas no es la única vez que sus personajes se ponen a escribir, como lo prueba, por ejemplo, el cuaderno en el que va escribiendo Anna Karina en Vivir su vida (1962).
Un apuesto pianista acaba de ser retado a un duelo en la Viena de finales del siglo XIX. Su intención no es otra que la de huir antes del amanecer, pero recibe una carta y conforma va leyendo no sólo se le pasa la noche –y con ella la llegada del duelo-, sino también la vida de una mujer se le va presentando en varios flash-backs, porque en esas páginas está la expresión del profundo amor que –desde que lo conoció en su adolescencia hasta sus últimos horas de su vida que aprovecha para escribir esas líneas- por él sintió una mujer, sin que él le diera más importancia que la que daba a sus numerosas amantes. Con la llegada del día, el pianista ha descubierto la vacuidad de su vida y la infelicidad que ha producido en un ser que lo amó apasionadamente –y tal vez no fuera la única-. En consecuencia, renuncia a escapar del duelo con el que arranca la película para aceptar su destino, que no llegamos a ver, pero que podemos fácilmente imaginar al ser su oponente un caballero ducho en el manejo de las armas. Todo ello es lo que ocurre en esa obra maestra del cine romántico que es Carta de una desconocida, Max Ophlus, 1949).

EL HUMOR
No son pocas las veces en los que un mensaje provoca la risa del lector o del espectador. En efecto, pensemos, por ejemplo, en un episodio de Los Simpson, en el que la señorita Carapapel está enferma y ha sido sustituida por un profesor que responde a todos los estereotipos del “profesor ideal” (para entendernos, lo que supone el profesor Keating en El club de los poetas muertos [Peter Weir,1989]) a saber: es divertido, sabe sacar a cada alumno lo mejor que tiene dentro, etc.). Pues bien, el nuevo docente intercepta la hoja que acaba de llegar a Lisa Simpson, que naturalmente se apresura a negar ser la autora de lo que en ella hay, que no es otra cosa que una caricatura del profesor, al que además le han puesto el mote de Mr. Stinky (“Señor Apestoso”).

Un director de cine hollywoodiense –trasunto del real John Huston- se encuentra en África para rodar una película, aunque su fin último en ese continente es, en realidad, matar un elefante. En un momento dado, está tomando unas copas con un grupo de gente y, como eso le ayuda a concentrarse y a elaborar mejor sus ideas, empieza a dibujar. Una de las mujeres que participa en la conversación está profiriendo todo tipo de descalificaciones contra los negros, los judíos y todo aquel que no es como ella. Al final se llevará su merecido no sólo al pararle los pies con sus palabras del director, sino también como muestra el retrato que le estaba haciendo, al que ha añadido un bigotito a lo Hitler (Cazador blanco, corazón negro, Clint Eastwood, 1990).
Otro mensaje, esta vez un testamento, va a originar una divertidísima serie de escenas que constituyen el esqueleto de Siete ocasiones (Buster Keaton, 1925). Resulta que Keaton acaba de heredar una fortuna de un pariente, pero para ello ha de estar casado antes de una fecha muy próxima al presente. En un primer momento le pide matrimonio a su novia, pero ésta no accede. Entonces se lo pide a otras siete mujeres que no sólo no es que no quieran, sino que incluso se ríen de él en su cara. Así las cosas, no se le ocurre más que poner un anuncio en la prensa para que toda mujer que quiera casarse y ser millonaria, acuda a tal iglesia, tal día a tal hora. Ni que decir tiene que acudirá una auténtica marabunta de mujeres vestidas de novia, lo que provocará una innumerable suma de situaciones cómicas hasta que, finalmente, nuestro protagonista se casa con su novia justo cuando expira el plazo para cumplir las condiciones del testamento.
EN LA SALUD Y EN EL PELIGRO
Durante los muchos años que pasó en África, Karen Blixen – a la que siempre recordaremos por su pseudónimo masculino de Isak Dinesen- abatió a varios leones, salvo en su última etapa allí, cuando se dio cuenta que no existía un espectáculo semejante a ver a los animales vivir en su hábitat natural. El más hermoso de esos leones fue enviado como presente al rey Cristian X de Dinamarca, el país natal de la baronesa. A ese regalo el soberano le respondió con una carta de agradecimiento. Cierto día, Karen vio a un joven con la pierna rota y con grandes dolores, y ordenó ir a buscar un vehículo con el que poder llevarlo al hospital más cercano. Ella solía dar azúcar a los nativos como una suerte de placebo que ellos creían que aliviaba sus dolores, por lo que el joven le pidió azúcar. Pero esta sustancia se acabó y como lo que no se acababa era el dolor, Blixen le entregó la carta del rey para que la tuviera en su regazo, persuadiéndolo de sus grandes propiedades curativas. Desde ese momento, la carta del rey (Barua a Soldani) pasó a ser una suerte de panacea para todos los dolores, pero sólo para los más graves, pues eran los propios nativos quienes decidían quién la podía llevar en cada momento, en función de la mayor o menor gravedad de cada caso. Este es uno de los magníficos episodios que Karen Blixen narra en Sombras en la hierba, una especie de continuación de su famosa Lejos de África. Y una historia tan maravillosa sólo podía terminar así: “Aún conservo la carta del Rey, pero está indescifrable, tieso el papel por la sangre y el pus tras muchos años”.
Una grupo de siniestros encapuchados del Ku-Klux-Klan están a punto de colgar a un negro que lleva toda la vida viviendo en su mismo pueblo y que no ha hecho mal a nadie. Por fortuna, la llegada del sacerdote local resolverá el grave problema: saliendo al porche de la pobre cabaña donde vive el hombre negro, el clérigo lee a los linchadores una hoja que afirma es el testamento que éste último. Pasa a leerla y allí aparece cómo ese hombre deja lo poco que tiene a varios de sus vecinos, precisamente aquellos que se ocultan tras las temibles capuchas. El grupo se disuelve y el anciano le da las gracias al hombre de Dios. Su ahijado, que ha estado escuchando todo, lo pide que le deje el testamento que tan decisivo ha sido para solucionar el problema y descubre que está en blanco. Todo ello tiene lugar en una bellísima película de Jacques Tourneur (Stars in my crown, 1950).
LA EDUCACIÓN
La escritura, no obstante, puede tener otros fines. Por ejemplo, J. R. R. Tolkien escribía cada Navidad unas simpáticas cartas a sus hijos, que además se ocupaba de ilustrar con unos divertidos dibujos. Eso sí, llegaban con el sello del Polo Norte y con la firma de Santa Claus. Otras veces, sirve para evidenciar la incultura de unos personajes y, sobre todo, la maldad de otros, como ocurre en la novela de Miguel Delibes Los santos inocentes (1981), donde el señorito hace despertar a Paco el Bajo y a su esposa Régula para demostrar a sus amigos de cena y copas que sus subordinados saben escribir. Como no podía ser de otra manera, a duras penas escriben su nombre, lo que les deja más en evidencia; y por si eso fuera poco, les explica los diferentes sentidos de la c y la g con las diferentes vocales, lo que no entienden de ninguna manera la pareja de campesinos sin educación que están sometidos a una familia de terratenientes como probablemente lo ha estado su familia durante generaciones.
En no pocas películas de John Ford aparece la figura de una maestra. Sólo en una ocasión es un hombre el que se hace cargo de ese trabajo, pero aprender no es suficiente. “Les has enseñado a leer y a escribir. Ahora dales algo que leer y que escribir”, le exigirá Tom Doniphon al abogado Stoddard en El hombre que mató a Liberty Valance (1962). Otras veces la maestra expone un pensamiento tan hermoso (“Esta tierra es una buena tierra. Es dura, sí, pero tal vez necesite estar abonada con nuestros huesos para que en el futuro sea fértil”), fuera de la escuela, que hubiera sido su escenario natural, que siendo Ford reacio a explicitar la cosas, rápidamente alguien se ocupa de rebajar la emoción a través de un comentario chistoso “No le hagas mucho caso. Ya sabes que fue maestra” (The searchers, 1956).Pero una pizarra no es sólo un lugar donde se escribir letras para enseñar a los niños cheyenes, puede ser igualmente el soporte de una declaración, que es como la emplea el oficial que interpreta Richard Widmark al borrar lo que la maestra había dejado escrito y poner en su lugar “¿Te quieres casar conmigo?” en Cheyenne Autumn(1964).
Otra declaración de amor, pese a que esta vez está hecha sobre un muro de piedra que rodea un camino, es la que tiene lugar frente a la casa de Estrella, la niña que va al colegio en bicicleta un día y vuelve hecha una hermosa joven, en una de las más hermosas elipsis que ha dado el cine español. Bien, el caso es que allí hay, en letras muy grandes la siguiente declaración: “Estrella, te quiero”, y a modo de firma la cabeza de un loco, que es como llaman en el pueblo al chico que ha pintado el mensaje. Al verlo, lógicamente, el padre de Estrella le pregunta por el joven, pero ella no le da apenas detalles sobre él ni sobre la posible relación que pudiera establecerse entre ambos. Todo ello tiene lugar en El Sur de Víctor Erice (1983).
A medio camino entre la declaración y el epígrafe siguiente se encuentra una de las más bellas óperas primas de la historia del cine: They live by night (Nicholas Ray, 1947). En muy pocas ocasiones se percibe como aquí la fatalidad que persigue a la jovencísima pareja que lleva la carga de la película, hasta el punto de que la tragedia no puede sino aflorar antes de la palabra fin. Y así ocurre: Farley Granger ha salido de la cabaña para dar el último golpe con sus compinches, sin saber que la novia de uno de ellos lo ha delatado. Cathy O´Donnell, su reciente esposa está embarazada, y para no perjudicarla decide huir, no sin antes dejarle una carta. La policía lo sorprende en ese instante y lo abate a tiros en el porche del bungalow. Ella despierta sobresaltada por los disparos, abraza el cuerpo aún caliente y recoge la carta, y la película acaba con la voz del joven leyendo las palabras escritas precisamente en esa carta: “Aunque me vaya, tú estarás conmigo toda la vida…”

RODEADOS POR LA MUERTE
La mujer que sostiene el hogar de los Borgen está embarazada nuevamente. Atiende con ternura a su hija, cuida de que esté el café y las pastas para el gruñón de su suegro, no pierde la oportunidad de una palabra de apoyo a su joven cuñado que acaba de enamorarse… Y, sin embargo, durante el parto, que únicamente escuchamos desde el salón, no sólo muere el hijo que llevaba en sus entrañas, sino que también a ella se le va la vida. Atónitos como espectadores, y como si tampoco quienes la querían acaben de creer tan trágico final, el director inserta una esquela en un periódico dando cuenta de ese tránsito. A pesar de todo el dolor y de las lágrimas, que son difíciles de contener incluso para el espectador, la historia termina de un modo sorprendente y maravilloso: Inger vuelve a la vida milagrosamente y se abraza con pasión a su marido mientras ambos dicen “La vida, la vida”, en uno de los más bellos finales que nos ha dado el cine (Ordet, Carl Theodor Dreyer, 1954).
Otra esquela aparece al comienzo de la novela de Miguel Delibes Cinco horas con Mario (1966) quizás una de las novelas de mayor éxito durante la década de los sesenta en nuestro país. La idea de arrancar un texto de ese modo no era arbitraria, todo lo contrario, servía para presentar a los personajes de la trama y algunos de los escenarios y tiempos en los que se iba a desarrollar, un poco a la manera de las acotaciones de una obra teatral –y recordemos que, por otra parte, fue objeto de una exitosísima adaptación al teatro, en forma de monólogo a mayor gloria de Lola Herrera-. Ella es Carmen, una mujer que dedica las últimas horas previas al funeral de su esposo Mario a dialogar con él, en una conversación que dibuja no sólo una relación de pareja a lo largo de muchos años, sino que también es una radiografía de una España gris, triste y desgarrada.
Por su parte el duque de Ferrara vuelve de Roma y en breve recibe una anónima carta que, para su asombro, le descubre que su hijo Federico y su nueva y joven esposa –a la que tiene abandonada y no ha hecho mucho caso, aparte de su lujuriosa vida anterior- Casandra se han enamorado y no ocultan su amor en palacio. Sembrada la sospecha, el noble hace las averiguaciones pertinentes y en una solución bellamente teatral y brutalmente trágica, incita al príncipe a que mate con su espada a su madrastra –sin saber que es ella, claro, que se encuentra oculta tras una cortina, debidamente amordazada- y, a continuación, condena a su hijo a muerte por ese asesinato. Estamos ante una de las más extraordinarias obras de teatro de nuestro Siglo de Oro: El castigo sin venganza, (Lope de Vega, 1614).
No es esa la única carta anónima que busca sembrar cizaña y dudas en el enamorado que lo recibe. De hecho hay una situación idéntica en tres géneros artísticos diferentes, en la que el joven galán lee la nota y espía a su amada para comprobar la veracidad de la supuesta infidelidad de su amada, que al final de cada obra se demostrará falsa, pero que ha estado a punto de costar la vida a la joven. Por orden cronológico, en el siglo XV –aunque no se publicara completa y en español hasta el siglo XVI- aparece en España una de la más famosas novelas de caballerías de todos los tiempos, Tirante el Blanco, donde podemos encontrar al galán espiando el balcón de su dama, donde una doncella aparenta ser la amada y, en consecuencia, engaña a Tirante. A finales del siglo XVI volvemos a encontrar esa misma escena en una de las más deliciosas comedias nada menos que de William Shakespeare, Mucho ruido y pocas nueces. Por último, ya en el siglo XVIII, el máximo exponente de la ópera barroca, George Friedrich Haendel, estrenará en 1734 Ariodante, una verdadera obra maestra en la que, cómo no, aparece de nuevo esa escena.
Pero las cartas también sirven para las despedidas, como comentábamos hace unas líneas a propósito de Ophuls. Tal vez una de las mejores muestras de ellos sea la carta que durante quince años ha llevado en su pecho Roxanna, la mujer que se enamoró del bello rostro de Christián y, sobre todo, de las palabras de amor que en las cartas de éste ponía el inigualable Cyrano. La obra es conocida: éste está perdidamente enamorado de su prima, pero su gran nariz lo acompleja y le impide aspirar a ser amado. A través de las cartas de Christián, no obstante, se le presenta la posibilidad de declarar toda esa pasión a Roxana. Cuando el hermoso y simple joven muere en la guerra, con la última carta que le había escrito su primo, ella se retira a un convento, donde quince años después, y a punto de morir -asesinado por seguir siendo el corazón noble y libre que siempre ha querido ser-, Cyrano le pide la carta para poder volver a leerla antes de entregar el alma, y ahí ella descubrirá, demasiado tarde, toda la verdad. Imposible ya olvidar esos últimos versos:

Voy a morir, señora.
Y es más triste la muerte porque de vos me aparta.
El amor que os profeso no cabe en esta carta.
Ya nunca más mis ojos, que gozaban haciendo
De vos su mayor fiesta…
Roxana: ¡Qué bien la estáis leyendo!
Cyrano: Contemplarán absortos vuestro ademán más leve,
Vuestros cabellos de oro, o vuestra piel de nieve.
Recuerdo el gesto vuestro, tan dulce y familiar,
De enjugaros la frente, y quisiera llorar…
Mi corazón, señora, no os faltó ni un segundo,
Porque soy y seré, hasta en el otro mundo
El que os ama sin freno ni límite, el que…


                                                                                José María García Pérez

visiones de la infancia

VISIONES DE LA INFANCIA
                                                                          

Un autobús se detiene en una parada en medio de ninguna parte. Baja un hombre y se dirige a una pequeña casa, abre la puerta de la valla exterior y cuando esperaríamos que se dirigiese a la entrada principal – a todas luces ese casa está abandonada desde hace mucho tiempo- lo que hace es tumbarse en el suelo y arrastrarse bajo el porche. ¿Qué busca allí, de qué se ha acordado antes incluso de atravesar el umbral de su antiguo hogar? En un pequeño hueco halla una vieja caja metálica. La abre y está llena de las cosas que guardó quién sabe por qué siendo niño, y en el rostro pétreo que siempre tuvo Robert Mitchum se puede ver perfectamente cómo todos los recuerdos de su infancia inundan su corazón. El arranque de una historia es siempre importante: el de The lusty men (Nicholas Ray, 1952) es sencillo, es hermoso, es emocionante.

A veces la visión que se nos da de la infancia en muchos de los ámbitos artísticos es demasiado simplista, parece que durante esos años no les ocurriera nada a los chicos, que es más o menos lo que se pensaba en realidad hasta no hace tanto tiempo, pues en casi todas las sociedades uno empezaba a ser alguien en el momento que cruzaba la línea divisoria entre la infancia y la madurez. No es el caso, desde luego, de las tres películas en las que Alexander Mackendrick se ocupó de ese tema. En efecto, en Mandy (1952) la niña protagonista es sordomuda y la exclusión social y las dificultades de la relación con sus padres no se evitan, antes al contrario, por más que el final sea relativamente esperanzador. En Sammy, huida hacia el sur (Going the south, 1963) un niño acaba de perder a sus padres en un ataque aéreo y ha de atravesar África para encontrarse con su familia. Y, por último, la visión más sombría de todas: en Viento en las velas (High wind in Jamaica, 1965), los hermanos que se han colado en un barco pirata son presentados sutilmente como más crueles, más temibles que los mismísimos piratas, de manera que desde el momento en que se descubre que están a bordo no dejan de suceder desgracias y signos de mal agüero, ante unos hombres que de por sí ya son supersticiosos, y que se verán cumplidos cuando acaben todos condenados a la horca. Raras veces en el cine o en cualquier otro arte se ha visto expuesto con mayor elegancia, pero también con mayor contundencia, esa crueldad infantil, que de hecho ya estaba latente en la magnífica novela de Richard Hughes, que sirvió como punto de partida a esta película.

No son pocas las ocasiones en las que se nos muestra el proceso de maduración que se produce en algún niño. Los motivos pueden ser de los más variados: por ser víctima de los malos tratos de un padre cruel (El bola, Achero Mañas, 2000), por la locura que supone vivir en medio de la barbarie que es siempre una guerra (La infancia de Iván, Andrei Tarkovski, 1962) o por superar una personalidad soberbia y egoísta mediante el duro trabajo diario en un pesquero y, de paso, ganarse el respeto e incluso el aprecio de los demás (Capitanes intrépidos, Víctor Fleming, 1937).

HUÉRFANOS

Desde un indeterminado presente, una voz femenina que adivinamos adulta rememora su infancia en un pueblo de Alabama, en el sur de los Estados Unidos. El padre se encarga de sus dos hijos al haber fallecido su esposa. A través de pequeñas historias, del recuerdo imborrable de los veranos y del no siempre agradable ambiente escolar, pero sobre todo de las enseñanzas y del ejemplo de su padre, Scout y su hermano Jim van aprendiendo a distinguir entre lo bueno y lo malo, el valor de la solidaridad, la importancia de la amistad, el respeto de los que no son como nosotros, la honestidad, el no distinguir a las personas por su color o por su clase social. La maravillosa novela de Harper Lee Matar a un ruiseñor es ya inseparable de la no menos hermosa adaptación al cine que hizo Robert Mulligan en 1961.

El padre de John y Pearl ha sido ejecutado como autor de un robo, pero antes ha revelado a uno de sus compañeros de celda que el botín se encuentra aún en la granja en la que vive su mujer y sus dos hijos. El reverendo Harry Powell –un increíble Robert Mitchum, imitado y hasta parodiado muchas veces en este papel - sale de la prisión, seduce a la viuda, logra casarse con ella y la asesina. Los chicos huyen de ese ser diabólico y son acogidos por una amable anciana que cita la Biblia y maneja el rifle con la misma naturalidad, quien lo mantiene a raya. Pero, en los últimos minutos, cuando el villano es detenido y esposado por la policía, John golpea desesperado a los agentes para que lo suelten y lo hace con la muñeca de su hermana, de la que salen los billetes que tanto anhelaba poseer el reverendo. Y es que de esa misma forma fue detenido en su granja el padre al principio de La noche del cazador (1955), la única y extraordinaria película que rodó Charles Laughton, de modo que el niño –y nosotros como espectadores –asociamos ambos momentos y también se nos revela la necesidad de un padre que siente John.

Una tercera historia que se desarrolla en el sur de los EE.UU. es Stars in my crown (Jacques Tourneur, 1950), aunque ésta no se desarrolla ni a finales del los cincuenta ni en la época de la depresión, sino poco después de la Guerra de Secesión americana. También aquí una voz en off nos retrotrae al pasado para narrarnos la historia de una pequeña población a donde llega un nuevo predicador, que también se casará con la madre del narrador, viuda desde no se sabe cuánto tiempo. Como si de una balada se tratara, se encadenan a un ritmo casi musical una serie de “estampas”, de secuencias que dan ese aire entrañable a esa comunidad que tantas veces hemos visto en la pantalla: el joven doctor que ha de ganarse a sus pacientes al ocuparse de ellos por estar su padre muy enfermo y de hecho morirá en el transcurso de la película; la joven y hermosa maestra que se enamorará del médico; el predicador que también ha de ganarse a sus parroquianos, y que además va a salvar a un viejo hombre negro de una patrulla del Ku-Klus-Klan…

Un chico vive solo con su madre en una granja en medio de un territorio a medio camino del fuerte más cercano y de la tierra de los apaches. Su padre es un perdido que no se ocupa para nada de ellos, de hecho ni siquiera está en el rancho, y que, por si fuera poco, intenta matar a traición al protagonista, que por supuesto es más rápido con el revólver y en detectar traiciones. Pero quizás lo más curioso de Hondo (John Farrow, 1953), que es el nombre el protagonista interpretado por John Wayne, es que tanto éste como el jefe de los indios se preocupan de manera constante de la educación y del bienestar del pequeño, lo que no deja de resultar sorprendente en un western y en una fecha como la de su rodaje. Al final, Jerónimo, el jefe de los apaches consiente en que Hondo se quede con la viuda y se convierta en el nuevo padre del chico; claro que también éste es viudo, pues como cuenta en una hermosa escena anterior, estuvo casado con una india, de ahí que conozca la lengua y las costumbres de los apaches. La verdad es que parece que nos halláramos en la antesala de uno de los grandes westerns de la historia: Centauros del desierto, rodada por John Ford un par de años después, y quien rodó, todo sea dicho de paso, alguna escena de la obra que comentamos.

CRUELDAD

En uno de los muchos cuentos protagonizados por niños que escribió uno de los grandes de la literatura anglosajona, Saki, Conradin es un chico al que su prima y tutora le hace la vida imposible. Él sólo tiene dos alegrías, ocultas en un cobertizo: una vieja gallina y un hurón. Poco a poco él va tratando a éste último como si fuera un dios: le ha preparado un altar, eleva los rezos y hace los ritos que ve cada domingo en misa y hasta inventa nuevas preces. La tutora hace desaparecer la gallina y él da por hecho que el siguiente paso será la muerte del hurón. Ignoramos cuál ha sido su última oración, pero lo cierto es que la institutriz entra en el cobertizo. No termina de salir, se oyen gritos espantosos, ante el callado júbilo del niño, que ha visto cómo el gran hurón sale con unas manchas en su pelaje, que adivinamos de sangre. Cuando algunos criados ven lo que ha pasado se preguntan cómo se lo comunicarán al niño, que sonríe mientras tanto y agradece a su dios el haber efectuado su venganza (Sredi Vastar).

Otro autor clave de la literatura anglosajona, coetáneo de Saki, es Bram Stoker, principalmente por su Drácula. Pues bien, en uno de las más crueles historias que escribió, que no desmerece de otras tantas de Saki, un par de niños se divierte a costa de hacer todo tipo de estropicios en los muebles de sus casas. Cuando se han mellado sus navajas, pasan a pelear con animales, cada uno coge uno y lo usa a modo de porra. Cuando ya no quedan animales que emplear en sus temibles fines, hacen lo propio con dos hermosos gemelos de tres años, subiéndose a un tejado al que no pueden llegar los padres de los pequeños La desesperación de los padres es tal que disparan a los malvados, con tanto infortunio que matan a los gemelos. Los abominables chicos arrojan los cuerpos contra los padres que mueren con el impacto de los cuerpos. La justicia condena a los desdichados progenitores a ser enterrados ignominiosamente, tomándolos como asesinos, por las declaraciones de los dos psicópatas, sin que al final estos perversos críos reciban el más mínimo castigo por sus muchos delitos (Los dualistas).

Así como la literatura y el cine han tratado a menudo la infancia, no ha hecho lo mismo la música. Claro que tenemos la maravillosa música para niños de George Bizet, Debussy o la de Johannes Brahms, pero creo que quizás una de las más bellas historias con niños y con música es la que compuso Maurice Ravel, una suerte de ballet cantando que llevó el título de L´enfant et les sortileges (El niño y los sortilegios). En él un niño no cesa de maltratar a sus juguetes hasta que éstos, hartos ya de sufrir semejante trato, le dan su merecido.

Habría que hablar, cómo no, de dos películas de Jack Clayton en las que aparecen niños. La más conocida es, como no podía ser de otra manera, su adaptación de Otra vuelta de tuerca (1961), sobre la famosa novela de Henry James. Ahí no se sabe si los niños son tan perversos como cree la protagonista o si es producto de la locura de esta institutriz, aunque todo apunta a ésta ultima opción. No tan conocida es A las nueve de cada noche (Our mother´s house, 1967) en la que siete hermanos entierran a su madre que acaba de fallecer y continúan con su vida como si tal cosa, manteniendo la severa disciplina de la muerta, que les impedía todo contacto con el exterior, más allá del colegio y poco más, erigiéndose como nueva materfamilias la mayor de las hermanas, Elsa. La presencia repentina del padre de varios de los niños, un ser depravado y maligno, trastoca las relaciones de poder en la familia y, claro, la solución no podía pasar sino por la muerte de uno de ellos: en este caso por el asesinato de ese hombre.

LIBERTAD Y EDUCACIÓN

A veces la sensación es de contemplar a un niño en la libertad maravillosa que sólo se dispone con esa edad. Así, por ejemplo, Sánchez Ferlosio perfila Alfanhuí (1951) como un chico capaz de hablar e interactuar con seres inanimadas, a la vez que se desplaza cazando y jugando como quiere y cuando quiere. Por su parte, Tom Sawyer es el paradigma de la libertad, pues no en vano Mark Twain era un hombre que deseaba profundamente esa libertad. En otras ocasiones, el ansia de ser libre o bien lleva a la huida de la vida rutinaria e infeliz, como en el sensacional final de Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959) y la carrera de Antoine Doinel junto al mar; o bien a una solución más terrible: el salto al vacío del niño protagonista de Alemania, año cero (Roberto Rossellini, 1948).

Claro que también todos esos elementos se dan mezclados, no de manera independiente. Es el caso, sin ir más lejos, de El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), donde efectivamente encontramos esa libertad con la que las dos niñas se acercan a la casa abandonada y descubren al hombre fugado, pero también se trata de los miedos infantiles o, algo muy importante, como es la educación, de la que se ocupa no sólo la maestra sino también el padre de las dos niñas. Y eso nos da pie para detenernos en este último apartado: la educación.

Pocas veces se ha visto tan hermosa la tarea de un profesor como en Ser y tener (Nicolas Philibert, 2002). El seguimiento de un curso en una secuela unitaria de un pueblo francés es un canto a la abnegada tarea de un docente modélico y al cariño que se desplegaba entre él y sus alumnos y entre estos últimos. Otra película francesa se situaba en un ámbito urbano, Hoy empieza todo (Bertrand Tavernier, 1999), era menos tierna y más combativa, y el resultado era más duro: las dificultades de un sistema docente que se resquebrajaba sin que pareciera que nadie fuera capaz de solucionarlo. Por su parte, Zhang Yimou, en Ni uno menos (1999), nos contaba una historia interesante: un maestro rural ha de ir a cuidar de su anciana madre y su sustituta es una chica de trece años, es decir, sólo un poco mayor que los propios alumnos. A pesar de los pesares, todo acaba por funcionar y alumnos y profesores emprenden un hermoso viaje hacia el conocimiento, partiendo incluso del arreglo de la propia escuela, llena de goteras y paredes desconchadas por las que entre el frío exterior. Y El camino a casa, del mismo director y del mismo año, un hombre regresa a su pueblo desde la ciudad para enterrar a su padre, antiguo maestro rural. Eso sirve como cauce para que a través de una serie de flash-backs en un color deslumbrante –el inicio es en blanco y negro- se relate la historia del amor de una campesina por ese maestro y la relación amorosa que entre ellos tiene lugar a lo largo de todos esos años, hasta esa muerte que desencadena el arranque de la película.

FELICIDAD

Pero la educación, como acabamos de señalar, entraña también a veces algo de felicidad, de descubrimientos, que es lo que siente el niño de La lengua de las mariposas (relato de Manuel Rivas y película de José Luis Cuerda, 1999). Y no digamos ya esos momentos de dicha en la que los chicos de un internado aprovechan para atizarse en una inolvidable pelea de almohadas en Cero en conducta Jean Vigo, 1933). La educación logra, por otra parte, aunar a los alumnos implicados en proyectos comunes, como podía verse tangencialmente en Profesor Holland (1995), el músico que organiza la orquesta del instituto donde trabaja y cuyo hijo ha nacido sordo, para gran desconsuelo suyo. Y otros niños también se dedican a la música, pero esta vez en un internado francés conflictivo pero cuyo fin último es crean una música divina (Los chicos del coro, 2004).

La felicidad, la dicha, la sensación de plenitud puede provenir de varias causas: por estar jugando en una salida nocturna entre varios amigos, aunque el fin de ese viaje no deja de ser también ver el cadáver de un chico al que ha atropellado un tren (Stand by me, Rob Reiner, 1986), o de la simple contemplación de un pavo real en una plaza de un pueblo italiano donde ha caído una hermosa nevada (Amarcord, Federico Fellini, 1972). Acaso igualmente el paso de la infancia a la adolescencia puede suponer momentos de alegría, de breve intermedio entre tantas malas experiencias, aunque sólo sea al contemplar un hermoso atardecer junto a tu mejor amigo, y con las palabras de un poeta en la boca: es lo que hacen Ponyboy Curtis y Johnny en un memorable momento en Rebeldes (1983), de nuevo una gran novela y una gran película (la primera de una jovencísisma Susan H. Hinton y la segunda de Francis F. Coppola).

Y terminamos con una obra imperecedera, en la que hay un huérfano de padre, una cierta crueldad en algunos de los personajes, donde la educación va de la mano de la maduración del protagonista – en eso que se llama bildungsroman o novela de aprendizaje, tanto en el sentido de un viaje en el espacio como de un viaje de la infancia a la adolescencia, de la inconsciencia a la consciencia del adulto- y donde la felicidad se encuentra tanto en el joven Jim Hawkins como en el lector. Me estoy refiriendo, por supuesto, a La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. Muy de tarde en tarde somos testigos de una obra tan plena, tan absorbente para el lector. Y pocas cosas tan dichosas como la lectura de un libro como éste… o como las novelas y cuentos que venimos señalando hasta ahora, por no hablar de las películas. Todas ellas, de una forma u otra, han creado personajes inolvidables, historias que se han adherido a nuestro corazón y de donde no se separarán nunca más. Son, por expresarlo en una frase y con ella pongo el punto y final, visiones de la infancia.


                                                                                                José María García Pérez