jueves, 29 de septiembre de 2011

DE LA MANO CON LA MUERTE

DE LA MANO CON LA MUERTE


La Muerte ha decidido tomarse unas vacaciones durante tres días, con la intención de averiguar por qué los hombres la temen y de saber lo que es el amor. En ese breve tiempo, varias mujeres se sienten atraídas por el príncipe Sirki (bajo cuya apariencia se ha adaptado al mundo mortal), pero al conocer su verdadera identidad todas pierden el interés, excepto la hermosa Grazia –nombre ya de por sí elocuente, por cierto-. Terminado el plazo, durante el cual las guerras se han detenido y los suicidas han visto frustrados sus mortales intentos, la única que ha puesto su amor por encima de todo, Grazia, lo acompañará al otro mundo (La muerte toma vacaciones, Mitchell Leisen, 1934). En 1998 se rodó un remake con Brad Pitt en el papel protagonista, pero por desgracia el ambiente sobrenatural que en ciertos momentos tenía la película anterior así como los ingeniosos diálogos estaban ausentes.
Si bien se mira, el argumento no está muy lejos de la leyenda del holandés errante, esa en la que un extraño hombre está condenado a vagar por lo mares hasta que una mujer lo ame tan incondicionalmente que está dispuesta a sacrificar su vida para ir con él al más allá. Tal vez una de las plasmaciones artísticas más hermosas de esa historia, dejando a un lado la célebre ópera de Wagner, sea la adaptación cinematográfica del tan maravilloso como no muy conocido Albert Lewin, Pandora y el holandés errante (1945), rodada en España con unos maravillosos James Mason y Ava Gardner y que posee una capacidad fascinadora como pocas veces hay ocasión de ver en el séptimo arte.

La imagen más bien siniestra que de la muerte se tiene en la Edad Media y el Barroco tuvo también una gran plasmación plástica en una de las obras más famosas de Ingmar Bergman: El séptimo sello (1949). Antonius Block, caballero que ha retornado de las cruzadas, convence a la Muerte para jugarse su destino en una partida de ajedrez. Ella acepta y, como no podía ser de otra manera, utilizará todas sus argucias para llevarse consigo no sólo al caballero sino también a otros personajes de la película: entre otros, una feliz pareja de enamorados y un bufón, que es quien muy significativamente cierra el cortejo, en una escena final que no puede por menos que recordarnos las famosas danzas de la muerte tan repetidamente nombradas en el Medievo. Durante muchos años hay que reconocer que la imagen de la Edad Media se asociaba casi sin querer a algunas de las muy poderosas imágenes de esta película.

TRES FRACASOS

Pero no todo iba a ser tan negro: a veces también se la contempla desde una cierta perspectiva humorística. Es el caso, por ejemplo, de un cuento de Bernardo Atxaga, Dayoub, criado del rico mercader, incluido en su libro más popular, Obabakoak (1985). La muerte persigue a un hombre por la ciudad de Bagdad durante toda la noche, pues ha de llevárselo antes del amanecer, ya que de lo contrario tendría que dejarlo en el mundo de los vivos, según las peculiares leyes del relato. Pues bien, el alba se acerca y ha llegado al interior de una fábrica, donde lo que ve son un montón de imágenes que se repiten casi hasta el infinito del hombre. Finalmente, y con las prisas se termina llevando…un espejo, dado que donde se había escondido el buscado era una fábrica de esos objetos.

La Muerte fracasa igualmente en sus propósitos en un cuento popular valenciano llamado El peral de la tía Miseria. Y es que la tía Miseria ha conseguido arteramente que cuando le llega su turno, aquella se queda pegada a un peral, y de allí no se podrá bajar hasta que la tía Miseria se lo permita. Al igual que ocurría en la película de Leiden, durante ese tiempo no muere nadie, de manera que se produce una especie de hipertrofia demográfica, merced a la cual los seres humanos corren el riesgo de desaparece de la faz de la Tierra. Al final, el Diablo accede a que la Muerte no se la pueda llevar, por lo que la Miseria permanecerá por siempre en nuestra planeta, ya sabemos con qué resultados, obviamente.

Tampoco se sale con la suya en un bello cuento de Manuel Mújica Láinez titulado El hombrecito del azulejo. Un azulejo con la figura de un hombrecillo en el centro ha sido enviado de Francia donde se ha fabricado a Buenos Aires por error en una partida de casa de azulejos lisos. El albañil lo coloca detrás de una puerta donde nadie lo vea, pero hete aquí que, mucho tiempo después, un niño llamado Daniel lo descubre y lo hará cómplice de sus confidencias y juegos. Daniel enferma gravemente y todo indica que no le resta mucho de vida, según afirman dos médicos. Sin embargo, el hombrecito del azulejo sale de allí y entretiene a la Muerte durante tanto tiempo que, al final, se le ha pasado el momento de llevarse consigo a Daniel. En venganza rompe el azulejo y lo lanza al aljibe para que nadie pueda encontrarlo. No obstante, tras haberse recuperado de su enfermedad, el chico echa de menos a su amigo y sus lágrimas consiguen el reencuentro: dos albañiles vienen a limpiar el aljibe y sacan de allí al azulejo, entero y verdadero, para regocijo de los dos amigos, que no se separarán nunca más.

Variante de la anterior historia de Atxaga – e incluida así mismo en su libro ya citado- que acabamos de mencionar- es la historia del criado de un mercader que en el mercado de Bagdad bien de mañana ve a la Muerte y ésta le hace un gesto de amenaza. Rápidamente vuelve a casa y le ruega a su amo un caballo con el que poder huir a Ispahán. Poco después el amo se topa con la Muerte y le recrimina su conducta con su siervo. No obstante, ella le afirma que no le hizo un gesto de amenaza, sino de sorpresa al verlo en Bagdad puesto que esa misma noche se lo tenía que llevar al otro mundo en Ispahán.

Y es que, en ocasiones, nuestra protagonista da un plazo improrrogable al elegido. Tenemos una buena muestra en el bellísimo romance El enamorado y la Muerte, donde el joven le pide veinticuatro horas de vida, ella le concede únicamente una. A toda prisa se dirige a la casa de su amada y le suplica poder subir a su alcoba para estar con ella sus últimos minutos de vida. La persuade a pesar de sus reticencias y cuando está escalando hacia el balcón, el joven cae y muere, en una caída que inevitablemente nos trae el recuerdo –en otro contexto y distintas circunstancias, pero en una época similar y con un idéntico resultado – de la muerte del atolondrado Calisto en La Celestina. Allí, en el duro suelo, la dama “más blanca que nieve fría” recoge al enamorado y se lo lleva porque “la hora es ya cumplida”.

DOS MADRES

Hay dos cuentos de Hans Christian Andersen que tratan del tema de la muerte de una manera que nos interesa especialmente en este artículo. Uno de ellos es El niño de la tumba, en el que una madre pierde a su hijo de cuatro años. Esa pérdida hace que no se preocupe ni de su marido ni de sus dos hijas, obsesionada como está por el fallecimiento de su benjamín. De ahí que una noche estrellada de septiembre acuda al cementerio a ver la tumba de su hijo. Una voz le dice: “¿Quieres ir con tu hijo?”. Es la Muerte. Asiente y la acompaña bajo tierra y allí ve que todo cuanto rodea a los muertos es maravilloso: música celestial, la felicidad de estar allí, etc. Su hijo le aclara que no puede acceder a toda esa felicidad justamente debido al llanto de su madre. Ante esas palabras, cesan sus lágrimas, se acuerda de su familia y despierta de nuevo en el cementerio. Regresa a su casa y vuelve a ser la madre y esposa que Dios quería que fuese.

Historia de una madre, por su parte, tiene una trama mucho más poética, a mi modo de ver. Se repite el punto de partida: una madre está junto a su hijo enfermo y, en un momento de sueño provocado por las noches en vela, la Muerte se lo ha llevado. Emprende un largo camino en pos de ella y se encuentra con una mujer que le pide, a cambio de decirle por dónde han pasado, que le cante las canciones con las que mecía a su hijo (“Me gustan, las oí muchas veces, pues soy la Noche”). Luego se encuentra con un zarzal que lo pide que lo caliente apretándolo contra su pecho, pues “me muero de frío y mis ramas están heladas”. El siguiente en el camino es un lago aficionado a las perlas, y por conducirla al invernadero donde reside la Muerte, cuidando flores y árboles, le exige a cambio “tus ojos [que] son las dos perlas más puras que jamás he visto”. El jardinero que se ocupa del invernadero le pide su cabello negro a cambio de decirle lo que tiene que hacer cuando llegue la Muerte con su hijo, pues con tantos colaboradores y tantos consejos ha llegado antes que ella.

La madre ciega, de pelo blanco, aterida de frío y sin canciones que cantar reconoce a su hijo por su latido, único entre millones. No sólo no permite a la Muerte que corte la flor que representa la vida de su hijo sino que, además, le jura que si lo hace arrancará otras flores, lo que no puede consentir la Muerte, pues eso es contrario a las órdenes que tiene de Dios. Pero la Muerte, que en ningún momento se presenta como un ser terrible o del que hay que temer, le devuelve sus ojos y le hace ver en un pozo del que saca el agua para regar el invernadero el porvenir de las dos flores que quería arrancar. Ante semejante visión, la madre consiente en no acabar con la vida de dos inocentes y accede a que se cumpla la voluntad divina y que el criado del Todopoderoso, que no otra cosa es en este caso la Muerte, se lleve al pequeño hacia el mundo desconocido adonde van los niños muertos.

HILO CORTADO, VELA QUE SE EXTINGUE.

En la mitología griega las tres Moiras –equivalentes a las Parcas latinas- eran las encargadas de la vida humana. Clota hilaba la vida desde su rueca a su huso. Láquesis medía el hilo y Átropos era la encargada de cortar el hilo. De ahí provienen expresiones en nuestra lengua como “se va acabando el hilo de su vida”, “su vida pende de un hilo” y varias más. Sin embargo, no es extraño encontrar en la tradición europea, como en el cuento popular cretense titulado El matrimonio hadado, o también en los hermanos Grimm o en Andersen –como en el cuento que acabamos de mencionar-, sin ir más lejos, la metáfora de la vida como un fuego o una vela que se apaga, conforme se va consumiendo la existencia de cada persona.

Esa última forma de verlo aparece reflejada en una de las primeras películas de Fritz Lang, La muerte cansada, que en español se conoce también como Las tres luces (1921). En ella la Muerte, cansada de su eterno y no muy agradable trabajo, ofrece a una mujer la posibilidad de salvar la vida de su amado, siempre y cuando le ofrezca otra a cambio, y para ello le va a dar tres oportunidades. Esas tres oportunidades se materializan en tres velas, a las que no les queda mucho tiempo para extinguirse. Pero, como no podía ser de otra manera, cada una de las velas – y sus vidas correspondientes - se van apagando a lo largo de la película, de manera que al final es la mujer la que acepta morir para poder compartir la suerte del hombre que ama. Al final el amor parece que sólo triunfa más allá de la muerte. Cuatro años antes de rodar esa película, Lang escribió el guión de Hilde Warren y la muerte (rodada por Joey May). Allí la Muerte le invita a irse con ella a la mujer que da título a la película, pero como ella está enamorada de un delincuente –lo que ella no sabrá hasta más tarde-, rechaza la invitación. La policía acaba con él, y de nuevo se le presenta la muerte para que la acompañe: por segunda vez no acepta la invitación, alegando que está embarazada. Lo que no sabe es que su hijo seguirá los pasos de su padre y se convertirá en un criminal, motivo por el cual la propia Hilde acabará matándolo. Por tercera vez la Muerte se presenta ante ella y ahora sí que accede a ir con ella.

Y es que hay gente que no escarmienta, la verdad. En una historia proveniente del acervo cultural que recogieron los hermanos Grimm en el siglo XVIII, una pareja acaba de tener su duodécimo hijo. En el pequeño pueblo ya no queda quien pueda ser padrino y, elemento singular, la mismísima Muerte se ofrece serlo. A pesar de la natural reticencia de los progenitores, aceptan y ella promete hacer el niño un buen médico. Si se coloca a los pies de un enfermo, éste se salvará; si a la cabecera de la cama, morirá –nadie podrá verla excepto él, naturalmente-. A poca experiencia que se tenga como lector, se intuye que, una vez llegado a la juventud, el joven intentará jugarle más de una mala pasada. Pues bien, en una ocasión, sabiendo que va a ser muy generosamente recompensado si salva a un enfermo, gira la cama y son los pies de ésta los que quedan junto a la Muerte. Ésta, que no está muy acostumbrada que digamos a que le tomen el pelo, le avisa de que si vuelve a inmiscuirse en sus deberes, será a él a quien se lleve. El chico no se toma muy en serio el aviso de su madrina y lo hace otra vez, esta vez porque se ha enamorado de una bella joven, muy rica además; pero para burlar a la Muerte lo que hace es coger a la doncella en sus brazos y cambiarla de posición, de modo que ésta queda con los pies junto a la Muerte, con las consecuencias que se iba viendo venir: a pesar de ser su ahijado, dado que se lo lleva a un lugar donde hay un buen número de velas, que son otras tantas vidas. Ella le señala la suya y es una vela a punto de apagarse. El ahijado le pide poder encender una nueva vela con el resto de lo que queda en la suya, pero es tal su nerviosismo que lo único que consigue es que se caiga a suelo y se apague. Así recibe su castigo y es llevado por su madrina (El ahijado de la Muerte).
Existen variantes sobre este tema, de manera que la Muerte ha aceptado un acuerdo con un hombre en que no se lo llevará si dice en voz alta el padrenuestro. Por supuesto, mediante ciertas artimañas, el hombre en cuestión no la dice nunca completa, lo que provoca una sagaz intervención de su perseguidora de manera que, sin él saberlo, una vez recita la oración de forma completa sin saber que ella está escuchando y, por lo tanto, la muerte ya está autoriza a llevárselo consigo al más allá. Otra sería El amigo de la Muerte, cuento popular catalán. Aquí un padre busca un padrino para que su hijo recién nacido sea un hombre justo y, claro está, nadie más justo que la Muerte. Pero en este caso quien se hace médico es el padre, no el hijo, y le intenta engañar por tres sacas de oro, que es lo que le ofrece el rey por salvarle la vida –ella le ha entregado a su amigo unas hierbas cuya infusión cura cualquier enfermedad- . Así las cosas, la madrina lo invita a su casa, pues ella ya ha estado multitud de veces en la suya. Vive en un gran palacio carente de todo tipo de mobiliario, pero lleno de… lámparas encendidas; cada una corresponde a una vida humana. El hombre le pide ver su vela que, como podemos adivinar, está a punto de apagarse. Le pide un poco de aceite para alargarla y, como respuesta, la Muerte le contesta que él la escogió precisamente por ser la más justa. Y el aceite de la lámpara se termina.

VISITAS Y ACUERDOS

Dentro de las muchas obras que le hicieron famoso a Alejandro Casona, La Dama del alba se estrenó en Argentina en 1944. Se trata de otro caso de un personaje cansado de sus funciones, de ese ingrato trabajo, encarnada en una amable anciana a la que se llama, no menos simbólicamente, la Peregrina. Sólo el abuelo de la casa sospecha quién es en realidad y teme que venga a llevarse a la nueva pareja de su yerno, Adela, que va a ocupar el espacio que dejó vacío su hija Angélica, misteriosamente desaparecida en el río bastante tiempo atrás, y a la que todos dan por muerta. Pero la realidad no es tan sencilla: Angélica huyó a los tres días de su boda con otro hombre y simuló su muerte en el río. Ahora ha vuelto, despreciada por el mismo hombre por quien escapó. La Peregrina la convence para que se vaya con ella, pues su retorno sólo provocaría dolor y pena. Ella acepta y poco después aparece el cuerpo de Angélica y, para extrañeza de su marido, su aspecto es de una lozanía y belleza que a todos sorprende: es como si el tiempo no hubiera pasado entre su desaparición y ese momento en el que aparece su cuerpo.

Ya hemos visto, igualmente, cómo se establece algún tipo de pactos entre un humano y la muerte. Un caso peculiar es el de Historia de una venganza, que sirve de partida para crear un guión en uno de los cursos que Gabriel García Márquez dirigió hace años en La Habana. Un hombre viejo sale de la cárcel tras más de veinte años allí por un delito que no cometió. En un bar formula el deseo de poder ser joven otra vez y, como por arte de magia, una voz le responde que lo será, pero con una condición siempre hay una condición, claro está: que no remueva el pasado. Como hemos ido viendo a lo largo de estas páginas, esa condición siempre es transgredida, de manera que el joven vuelve a la empresa donde trabajó y poco a poco va fraguando una venganza contra el presidente de la misma, que a la postre se muestra como el verdadero responsable de que nuestro protagonista acabara en prisión. Que la venganza tenga éxito no es irrelevante para lo que nos interesa aquí; lo que nos importa es que, en resumidas cuentas, de nuevo una persona no respeta la promesa hecha a la Muerte y, en consecuencia, a ésta no le queda más remedio que hacérselo pagar.

Quizás uno de los acuerdos más famosos de toda la historia que tiene que ver con la muerte es uno que encontramos en la mitología griega, que no en vano es una bellísima historia de amor truncado. Nos referimos al de Orfeo y Eurídice. El es el famoso poeta y músico y ella su jovencísima esposa que acaba de morir al poco de casarse, mordida en el talón por una serpiente. Él no se resigna y se va al Averno donde se encuentra con Hades, el dios del mundo de los muertos. Y con su maravilloso cantar logra de éste poder regresar con su esposa al mundo de los vivos siempre y cuando no se vuelva a ver el rostro de Eurídice hasta que no hayan abandonado el reino de Hades. Inevitablemente, el anhelo por volver a verla es superior a su promesa y a pocos metros de la salida del Averno, Orfeo se vuelve a mirar el rostro que tanto ama y el acuerdo se ha roto. Sin que pueda hacer nada por evitarlo, Eurídice se desliza hacia el mundo del más allá para siempre, con el no menos eterno desconsuelo de su esposo.
CUADROS Y CUARTETOS
Hasta ahora habíamos hablado de ejemplos de la literatura y el cine, pero podríamos ampliar esa perspectiva de igual modo a la pintura y a la música. Del primer caso existe un ejemplo extraordinario en la que puede considerarse la única novela que escribió a lo largo de su vida Óscar Wilde, El retrato de Dorian Grey (1891). En esa perturbadora historia fantástica, como es sabido, un apuesto joven formula una petición: ser joven eternamente. Por supuesto, semejante deseo no podía ser complacido sin algo a cambio, como ya estamos viendo repetidamente, y el precio no pude menos que ser tan alto como la realización del propio anhelo. Pero aquí el objetivo no es el amor, como lo era en un claro antecedente de esta novela, el Fausto de Johann Goethe, que recupera su juventud para poder disfrutar del amor por Margarita, sino la preservación de esa belleza y juventud casi irreales de que goza Dorian Gray, y que tentado estoy de ver como un anhelo imposible pero inevitable para el mismo Óscar Wilde.

A partir de esa premisa, todo era posible: él mantendrá su lozanía y aspecto inmaculado mientras el retrato que le pintó un afamado retratista del Londres victoriano es el que no sólo va envejeciendo por él, sino que también refleja la terrible podredumbre moral en que va cayendo progresivamente, que pasa por la más feroz lujuria, el asesinato, etcétera. Como colofón a toda esa carrera por los vicios, Dorian Gray apuñala la tela del cuadro y con ello lo que logra es que, en una escena antológica, en tanto su vida se le escapa mientras agoniza, su rostro y su cuerpo adquieren la vejez y enfermedad del retrato, el cual, a su vez, recobra su prístino encanto.

Otros cuadros que rondan el tema son: el famosísimo grabado de Alberto Durero titulado El caballero, la Muerte y el Diablo, que, todo sea dicho de paso, dio nombre también a una novela de ficción política de Leonardo Sciascia. Pero, además, conviene no olvidar algunas de las muchas pinturas que reflejan las danzas de la muerte medievales, una atractiva pintura renacentista llamada muy propiamente La Muerte y la doncella (Hans Baldung Grien, 1517) o dos inquietantes pinturas de Edvard Munch, ambas de 1893, una con el mismo título que el de Grien y otro con un título no muy diferente: La Muerte en la habitación de la enferma. El de Grien, por si fuera poco, es el escogido por Franz Schubert en un sublime cuarteto, aunque él lo sacó de una leyenda alemana y ya lo había empleado anteriormente en una canción, canción en la que una joven expresa su miedo al ser convocada por la Muerte y, sin embargo ésta, por el contrario, intenta con palabras amables tranquilizarla a fin de que no tema y la acompañe en su viaje sin retorno.

Muchos años después, en 1994, Roman Polanski adapta una obra de teatro del chileno Ariel Dorfman, ambas con el título del cuarteto de Schubert. Pero esta vez la Muerte ha sido sustituida por un terrible torturador –más que probablemente chileno, habida cuenta de que el escritor tuvo que huir de su país cuando Pinochet usurpó el poder-, en tanto que la doncella es una mujer que ha de enfrentarse a los fantasmas de un atroz pasado en el que está muy presente no sólo la música del romántico alemán sino también la voz de torturador, al que acaba de identificar justamente por su voz muchos años después, en el presente en el que se desarrolla la acción dramática.

                                                 A UN PASO DE LA LOCURA

Esa misma leyenda podría haberla suscrito perfectamente ese personaje de la mitología griega que es Eos, es decir, la Aurora, que anhelando poder disfrutar de su joven amante Titono para siempre, le pide a los dioses que le otorguen la inmortalidad. Pero, claro, cada vez que la divinidad concede una gracia así, alguna contraprestación o inconveniente hay. En este caso en particular, el problema es que ella no pidió que su amado permaneciera joven para siempre –lo que sí pidió y obtuvo, por ejemplo, Selene para Endimión -, de manera que conforme pasa el tiempo él va volviéndose más y más viejo, su pelo más blanco, su cuerpo más y más encogido y su voz más chillona. Y cuando Eos se hartó de cuidarlo, lo encerró en su dormitorio, donde finalmente se convirtió en una cigarra. Triste final para una historia de amor, sinceramente.

Y pondremos el último ejemplo extraído del mundo cinematográfico, pues merece la pena mencionar una película que viene muy al caso del tema que nos ocupa: Destino final (James Wong, 2000). Álex Browning tiene una visión en la que el avión que está a punto de despegar estalla nada más despegar. Ante tal circunstancia se monta una pelea y por ella tanto Álex, como cinco de sus amigos y una profesora son expulsados del avión. Por supuesto, la visión se convierte en realidad y ellos piensan que todo ha terminado. Sin embargo, los problemas no han hecho nada más que empezar: cada uno de esos expasajeros va a ir poco a poco muriendo en extraños accidentes.

En una extraña novela de los años 30 del pasado siglo, La caja de hueso de Antoinette Peské, un hombre joven, culto y hermoso va enloqueciendo poco a poco hasta el punto de llegar a intentar el asesinato de su propia esposa. Tanto ella como él morirán diez años después, ella al volver a verlo después de tanto tiempo y él desesperado por esa pérdida. Ahora bien, el hijo de ambos se enamora perdidamente de la nieta del mejor amigo de su padre, y como si de una maldición griega se tratara, ambos morirán jóvenes porque parece que sólo tras la muerte pueden tener la paz y disfrutar del amor que se les niega en vida. Y es que, como le dice el espíritu de la nieta al narrador de la novela, es decir, a su abuelo, es como si hubiera hecho un trato con la Muerte para que se les permitiera ser felices en el más allá. O lo que es lo mismo: de nuevo nos encontramos con el tema del amor más poderoso que la muerte, como ya vimos antes en la película de Fritz Lang.

De todas formas, y para terminar con estas páginas, hay que decir que, en general, la mayoría de los personajes que han ido saliendo aquí se resisten a acompañar a la Muerte. Pero no olvidemos que otras personas, esta vez reales, no se oponen a ese viaje final. Ese el caso de uno de nuestros más excelsos poetas, Garcilaso de la Vega, que en un soneto en verdad memorable, afirmaba hace cerca de cuatrocientos años:

No me aflige morir, no he rehusado
acabar de vivir, ni he pretendido
alargar esta muerte, que ha nacido
a un tiempo con la vida y el cuidado.
Siento haber de dejar deshabitado
cuerpo que amante espíritu ha ceñido,
desierto un corazón siempre encendido
donde todo el amor reinó hospedado.

Otro poeta, más acá en el tiempo, aceptaba con alegría la llegada de la muerte, como un proceso natural dentro del ciclo de la vida, y así, en uno de poemas incluidos en un apasionante libro de 1950, Canto general, decía Pablo Neruda:

He renacido muchas veces, desde el fondo
de estrellas derrotadas, reconstruyendo el hilo
de las eternidades que poblé con mis manos,
y ahora voy a morir, sin nada más, con tierra
sobre mi cuerpo, destinado a ser tierra. (…)
Tengo lista mi muerte, como un traje
que me espera, del color que amo,
de la extensión que busqué inútilmente,
de la profundidad que necesito.


                                                                                     José María García Pérez