lunes, 5 de diciembre de 2011

ISAK DINESEN

ISAK DINESEN



        Hace ya veinticinco años que leí un libro de cuentos de Isak Dinesen titulado Anécdotas del destino. No lo había vuelto a leer desde entones y el pasado domingo tuve la oportunidad de terminarlo, pues había empezado a releerlo unos días antes. Pues bien, una vez pasada la última página, la sensación que me invade, como ocurre en contadas ocasiones, es la de felicidad. Y es que la baronesa Karen von Blixen-Finecke tiene la rara cualidad de dar con un tono en su literatura que no se puede comparar con ninguna otra. Es cierto que la mayor parte de la gente que la conoce la admira muy justamente por esa obra espléndida que es Lejos de África, pero conforme uno se acerca a sus otros libros se abre ante los ojos un mundo inolvidable. Lo mismo da que sea la historia que continúa donde se detenía esa novela que la hizo famosa, en un pequeño libro titulado Sombras en la hierba, cuya lectura debía ser obligatoria –bueno, ya sabemos que la lectura nunca ha de serlo, sólo ha de participar del entusiasmo de las recomendaciones- para cuantos aspiran a escribir, de forma literaria o simplemente de una forma atractiva y con un capacidad de absorción del lector como pocas veces se dan en la historia literaria.

     Y lo mismo ocurre en, por ejemplo, los cuentos agrupados en Siete cuentos góticos, donde podemos encontrar una historias, unos personajes y una forma de narración que, en su aparente facilidad, no están precisamente al alcance de cualquiera. Y qué decir de esa última novela corta o relato largo que es Ehrengard, mezcla de cuento infantil, relato oral centroeuropeo y perfecto corolario de una vida dedicada a disfrutar de la vida siempre con intensidad, con una vitalidad que muchos de sus colegas han envidiado a menudo. Las técnicas que emplea la narradora danesa no son lo que se dice vanguardistas, como tampoco tomaríamos como tales sus historias, pobladas por jóvenes muchachas dispuestas a enfrentarse con enemigos sin cuento para dar cuenta de su fortaleza, madurez y sensibilidad –a ratos recuerdan, al menos a mí, a las mujeres de los cuentos de James Joyce en Dublineses -.

       Por otra parte, hay un profundo poso de las tradiciones orales, de las nórdicas, como no podía ser de otra manera tratándose de su patria y los lugares en los que vivió durante años, pero también de las que fue empapándose en los casi veinte años que vivió en Kenia, en aquella granja que tan magistralmente describe en su novela más célebre, como lo prueban algunas de las historias que aparecen en Sombras en la hierba. Y no deja de ser hermoso que, tal y como le sucedía al gran Robert Louis Stevenson en las islas del Pacífico, a quien no en vano llamaban Tusitala (es decir, El que cuenta historias), los propios nativos africanos la requerían como narradora para que les contase las muchas historias que ella conocía por su afición por las mismas, como oyente y como escritora. Esa confluencia de tradiciones de dos continentes tan ricos en ellas hará de Isak Dinesen un paradigma de lo que en el mundo anglosajón se denomina storyteller (es más, el título de una de las biografías a ella dedicada se titula, precisamente: Isak Dinesen: The life of a Story Teller). Nada tiene de sorprendente, por tanto, que fueran muchos los que aspirasen a poder escuchar sus historias de sus propios labios. De hecho, en un viaje a EEUU, donde sus libros cosecharon un enorme éxito, leyó algunos de sus cuentos ante los diferentes públicos que aguardaban ese momento mágico como algo tremendamente valioso.

     Como muestra de su capacidad me gustaría poner un ejemplo. En Sombras en la hierba (por cierto, un título bien hermoso) hay un episodio que ilustra a la perfección la asombrosa capacidad narradora de Isak Dinesen - cuyo pseudónimo masculino nos deja bastante que pensar, puesto que parece que incluso en pleno siglo XX una mujer considerase que para una mejor venta y/o recepción de sus libros tuviera que escoger por nombre uno masculino -. Pues bien, la intrépida mujer que tiene su plantación en Kenia ha recibido una carta del rey de Dinamarca dándole las gracias por haber sido su cicerone en su viaje a África. Con el cuidado y respeto digno de semejante corresponsal, ella guarda esa carta en su chaqueta. Con un reducido arsenal de medicinas y sus escasos conocimientos médicos, Karen Blixen iba mal que bien curando en lo posible a los nativos enfermos, o, en su caso, haciendo cuanto estaba en su mano por llevarlos al hospital más cercano, que distaba muchísimos kilómetros. Un día traen a su casa a un hombre con fiebre muy alta, ella no puede hacer nada porque ya no quedan más medicinas. No obstante, se le ocurre ofrecerle la carta real para que lo alivie durante la noche que se avecina, insistiendo en que se trata nada menos que de un papel que contiene las palabras de un rey.

      A la mañana siguiente el enfermo parece haber mejorado un poco. Y, de hecho, en los días posteriores se acabará por restablecer completamente. Desde ese momento, cada vez que alguien caía enfermo lo acercaban a la casa de la baronesa para solicitar la carta con tan poderosos poderes terapéuticos. Ahora bien, entre los propios indígenas se iba estableciendo una especie de clasificación que, a la postre, determinaba quién estaba lo bastante enfermo como para tener prioridad a la hora de poder utilizar el sobre que contenía aquel tesoro. Con el tiempo y como era de suponer tras tantos usos, a la hacedora de tales beneficios sólo le quedó un trozo de papel sucio de sangre, sudor y pus; pero también la prueba de la inmensa fe que los africanos tenían en el poder curativo de la palabra, estuviera ésta en una forma u otra. De igual manera, las palabras con la que Karen Blixen enhebraba sus relatos, novelas o ensayos (no olvidemos sus Ensayos completos, publicados por Losada hace ya unos años) no diré que tenían el mismo efecto con los males ajenos, pero sí son un artefacto que conducen, a poco que uno se deje llevar por su prosa incomparable, a algo muy parecido a la felicidad. Este episodio es una anécdota sacada de la realidad, es evidente, pero su forma de narrarla la convierte por derecho propio en una sobresaliente muestra de literatura.


La anterior historia se cuenta a lo largo de varias páginas, como era esperable, pero hay que añadir a continuación que nuestra escritora era una verdadera maestra en la técnica que se ha dado en llamar de “las cajas chinas”, esto es, en insertar un pequeño cuento o relato dentro de otro más extenso. Un ejemplo admirable de ello lo podemos encontrar en Carnaval. Sería demasiado largo explicar de qué trata la trama de ese texto, toda vez que son numerosos los personajes y no menos abundantes las historias que se cruzan entre unos y otros, pero creo que con una sola muestra de una de ellas podemos hacernos una idea más que cabal de la prodigiosa facilidad con la que Isak Dinesen era capaz de crear y evocar una maravillosa historia. La transcribo completa:

“Recordó una noche, dieciséis años antes, que pasó en un burdel de Singapur. Fue allí con los marineros de uno de los barcos de su padre, y estuvo sentado charlando con una anciana china que le mostró su colección de pájaros. Uno era un loro, que según sus propias palabras, se lo había regalado en su juventud un amante inglés de alta alcurnia. Al muchacho le pareció que el loro tenía cientos de años. Hablaba varios idiomas, aprendidos en la atmósfera cosmopolita de la casa. Pero la única frase que le había enseñado el hombre que se lo regaló, resultaba incomprensible para la mujer. Al enterarse que venía de un país remoto, ella le preguntó si no podría traducírsela. Se sintió extrañamente conmovido pensando escuchar palabras danesas salidas de aquel terrible y viejo pico. Pero resultó ser griego clásico. Había estudiado lo suficiente como para reconocer un poema de Safo. Se lo tradujo: “La luna ha desaparecido y también las Pléyades, es pasada la medianoche. Las horas transcurren mientras yo continúo en mi lecho sola”. La anciana hizo sonar los labios y revolvió sus ojos rasgados mientras él recitaba.
-Murió ahogado –dijo.
Le pidió que lo repitiera y de tanto en tanto asentía con movimientos de cabeza.”

     El factor llamémoslo educativo es relevante en su obra. Así, la archifamosa diva de la ópera europea que acaba poco menos que perdida en unas montañas donde, por azar, halla a un muchacho cuya voz le encandila y la ve como la perfecta continuación de la suya propia en el mundo; y no puede por menos que ofrecerse a darle lecciones de canto para llevar a la perfección a esa voz sublime. Sin embargo, todo proceso educativo, en las manos de nuestra narradora, tiene elementos dolorosos. En el caso de Ecos, que es como se titula el relato del que estamos hablando, la cordial relación entre maestra y discípula acaba dramáticamente, puesto que el chico cree que ella es una suerte de vampiresa que únicamente quiere su sangre y, en consecuencia, acaba por tirarle una piedra a la cabeza, con la consiguiente perplejidad y dolor no sólo físico sino también moral ante la ingratitud del chaval.

     Por su parte, el no menos célebre actor danés Herr Soerensen ha encontrado una joven pupila a la que llegado el tiempo le ofrece el papel de Ariel en la obra postrera y genial de Shakespeare, La tempestad. Pero no estaba de Dios que dicha obra se llevara a cabo, dado que el barco en el que viaja la compañía teatral naufraga a causa de una tempestad y la joven es proclamada heroína en el pequeño pueblo donde vive el armador del barco, porque ha rescatado a un marinero. Y la tercera tempestad tiene lugar en el corazón del hijo de ese mismo armador, al conocer y enamorarse de la bellísima mujer. La conclusión, desde el punto de vista de la función que iban a ofrecer es que ella no participará en la misma, pues ha decidido dedicarse en cuerpo y alma al amor que siente por el no menos atractivo joven (los jóvenes siempre lo son en los relatos de la autora danesa), pese a que ello supone no demostrar lo mucho que había aprendido en el arte del actor con su maestro. Consecuentemente con la trama, ese relato se llama Tempestades, y está incluido en ese soberbio libro que es Anécdotas del destino (otro título verdaderamente afortunado).

      Karen Blixen no ha tenido suerte, reconozcámoslo abiertamente, en lo que a las adaptaciones cinematográficas de sus obras se refiere. Por una parte, la versión de Sidney Pollack de Lejos de África (1985, estrenada en España como Memorias de África, me temo que no respetando el título original, donde estaba presente la nostalgia y el recuerdo de un mundo al que era consciente que nunca iba a poder regresar) tuvo un gran éxito, hasta el punto de que se llevo varios Óscars –digo esto para quienes este premio suponga un punto de valor para una película, que no es mi caso, lo confieso abiertamente desde ahora-, aunque me temo que hoy en día lo único que la gente recuerda es una banda sonora de John Barry muy lograda. En realidad la película adaptaba algunos episodios de la novela, pero otros estaban extraídos de la vida real de la mismísima Karen Blixen.

        El banquete de Babette fue llevado a la pantalla por Gabriel Axel en 1987, quien dirigió y escribió la adaptación cinematográfica, pero aunque el material de partida de ese cuento es soberbio, Axel se centró únicamente en una sola línea argumental, dejando de lado elementos que configuraban la forma de ser de los personajes, de manera que el lector echaba de menos esas más que notables pérdidas, de cara a la riqueza de los mismos. Y lo que resulta más extraño, en nuestro país Orson Welles rodó su particular visión de Una historia inmortal, con unos resultados a mi modo de ver profundamente decepcionantes; y ello era más raro aún cuando se piensa en los muchos puntos en común que tenía ese relato con otras obras del cineasta americano. En efecto, a la importancia de la relaciones de poder de unas personas sobre otras, el modo en que la riqueza pervierte la inocencia, o la no menor importancia que tiene la palabra en las relaciones humanas son algunos temas que aparecen en este cuento y que son, como es sabido, nucleares en la filmografía wellesiana. Y, sin embargo, sorprendentemente, la plasmación cinematográfica no posee ni de lejos la riqueza de matices de la obra literaria de la que parte.

La lectura de la obra de Isak Dinesen, y con esto ponemos el punto y final, sea en forma de cuentos, de novelas, de relaciones autobiográficas o de ensayos, es siempre una fuente de satisfacción para el lector. Independientemente de la calidad de cada uno de sus trabajos, lo que no se puede negar es que al final nos quedamos con un regusto tan extraordinario, como el que sienten los comensales de la cena más que exquisita preparada por Babette o el de otra cena, aquella con la que concluye El tío Hónore. Y es que si de algo se puede enorgullecer la baronesa Blixen es de haber conseguido que de sus creaciones se desprenda una forma de felicidad, como ocurre con las óperas de Mozart o con los cuadros de Johannes Vermeer. Y tal resultado no está lo que se dice al alcance de muchos creadores. Tal vez a alguno pueda parecerle el triunfo de la sencillez, pero que no nos engañemos por sus palabras (“En el arte no hay misterio. Haz las cosas que puedas ver, ellas te mostrarán las que no puedes ver”): tras sus obras sí que se oculta un misterio, el de la creación literaria y el de unos seres humanos que, en general, persiguen la felicidad y, lo que puede parecer más sorprendente en nuestros días, la consiguen.

                                                                                 José María García Pérez