domingo, 5 de agosto de 2012

TODOS  A LA MESA
                                                                                          
             Tras haberse ido a hacer las Américas muchos años atrás, Pepe Francisca retorna a su Asturias natal, rico sí, pero con la salud tan minada que no le puede quedar mucho de vida. Lo acogen su hermana y cuñado, ansiosos de recibir buenos presentes a cambio de ese hospedaje. Y así, en un final tan cruel como sólo podía serlo Clarín, mientras Pepe cree comer boroña (aunque lo cierto es que no puede ni probarla porque su maltrecho organismo la devuelve sin piedad), el plato que le preparaba su madre y que le recuerda a su infancia, los otros dos asaltan su habitación en busca de esa supuesta fortuna hecha al otro lado del Atlántico. El clima no le sienta bien, por más que él sigue buscando los olores que configuraron su infancia, antes de tener que partir a América para intentar acuñar las riquezas que su familia necesitaba, y que lo que consiguió fue no poder volver a ver a su madre, que falleció en esos largos años de ausencia. De las muchas ocasiones en que el escritor asturiano se mostró despiadado con sus personajes, pocas veces lo fue tanto como en el cuento titulado con el nombre de ese plato que tantas reminiscencias despierta en su corazón (Boroña).
          Por su parte, Babette, la mujer francesa que llega a Dinamarca a causa de la Revolución Francesa, gasta un premio de lotería de diez mil francos en preparar una cena opípara para las señoras a las que está sirviendo desde que llegó a ese país. Lo curioso de esta historia, a la vez que muy característico de su autora, Isak Dinesen, es el hecho de que en tanto los envarados comensales se han prometido a sí mismos no disfrutar de la comida y la bebida – por su estrecha concepción religiosa-, un famoso coronel amigo de la familia y presente en la cena, que había oído hablar de la famosa cocinera francesa, se da de bruces con un menú y una selección de vinos y espirituosos que sólo podría ser obra de esa mujer. Y es el único que disfruta completamente con los platos, puesto que los demás han de hacer un verdadero esfuerzo para ser fieles a su promesa, porque ante manjares como los que tienen delante, es muy difícil no dar gracias a Dios por la comida recibida, en lugar de gozar de ellos como se merecen, por una estrechez de miras digna de mejor causa (El banquete de Babette).
         La confesión es una película danesa dirigida por Thomas Vintenberg en 1998,  que sigue los dictados de ese movimiento llamado Dogma. Con ocasión de celebrar el aniversario del patriarca familiar, uno de sus hijos, encargado de hacer el brindis habitual, afirma que su padre abusó de él cuando era un niño. Lo más llamativo es que otros hombres del banquete lo echan de malas maneras del restaurante, porque nadie da crédito de a sus palabras, en lugar de contrastar al menos las gravísimas acusaciones vertidas al inicio de la comida. Sin embargo, poco a poco, las palabras del padre y las acusadoras miradas de la madre nos llevan a pensar que, en efecto, y a pesar de las iniciales reticencias de toda la familia y de los espectadores, al final todos nos damos cuenta que el padre es un ser despreciable e indigno de la defensa a ultranza que al comienzo de la película hicieron todos de él.
              Como es lógico, el sentido del gusto puede servir tanto para evocar remembranzas positivas como para provocar casi vómitos. Ejemplo magistral del primer caso es Ratatouille (Brad Bird, 2007), cuando al ir a degustar el plato que da nombre a la película el exigente y estirado crítico gastronómico Antón Ego, con el primer bocado su memoria se dispara a un recuerdo infantil: al volver de sus juegos su madre le ha preparado ese mismo plato. Ahí somos conscientes de la falta de afecto de ese hombre, y como algo tan sencillo puede hacerle evocar instantes felices de su pasado. En el extremo opuesto, un reconocido director de cine y gran aficionado a los placeres de la mesa,  además de autor de bromas de dudoso gusto en los rodajes, incorpora en la que iba a ser su última película, Family Plot (Alfred Hitchcock, 1975) una de ellas. La mujer del inspector que investiga los delitos de la trama se empeña en ponerle una serie de platos a cual más repugnante: hasta tal punto que el pobre policía no hace más que verlos, hurgar un poco en ellos y rápidamente dejarlos sin probar. Con seguridad hubiera dado algo bueno por poder degustar alguno de los platos que prepara el simpático ratón Rémy en la película que acabamos de citar, que preparaba unos platos deliciosos.

ENTRE CANÍBALES
          Cuando el destino nos alcance es el título en España de una película titulada en inglés Soylent Green (Richard Fleischer, 1966). Los seres humanos de un tiempo futuro se alimentan de una comida especial llamada como mismo título, pero lo que no que ellos no saben es que dicho alimento está compuesto de de carne humana. Eso nos puede llegar a comentar el tema del canibalismo, sobre el que ya escribió páginas desde una perspectiva sorprendentemente comprensiva para su época nada menos que Robert Louis Stevenson. En su magnífico libro En los mares del sur explica que algunos pueblos del Pacífico comen a sus enemigos tras derrotarlos en una batalla por dos razones: impedir que puedan vengarse de ellos como vencedores y, lo que no es menos importante, apropiarse de la fuerza de los vencidos. Todo ello me recuerda una entrevista de hace unos veinticinco años en el periódico El País, donde el entrevistado era un antropófago de aquellas latitudes. El hombre afirmaba que la carne humana estaba muy buena, que tenía un sabor parecido al del pollo y que, por último, había dejado de comerla, aunque conocía a personas que seguían con ese peculiar elemento en su dieta. En el fondo, uno creía adivinar que el aborigen no dejaba de echar de menos ese sabor y que probablemente envidiaba a sus conocidos.
          De todas formas, el asunto del canibalismo ha dado bastante juego, tanto es así que una de las acusaciones habituales de un grupo cultural contra otro es la de ser caníbal, como puede verse en el hecho de que los romanos pintaran así a los bárbaros del norte o que los europeos dibujasen a los americanos como comedores de carne humana, y de paso dar el nombre al hecho mismo a partir de una mala transcripción de la palabra “Caribe”. Y otro tanto van a decir los ingleses del siglo XVIII en muchos de sus viajes por todo el planeta en aquellos viajes científicos y mercantiles que con el tiempo harían famosos a personas como el capitán James Cook (asesinado en Tahití por sus desmanes y, según esa mala imagen de los enemigos, comido después por los nativos) o Charles Darwin en su inolvidable viaje en el Beagle durante cinco años.
                Ni que decir tiene que esos supuestos testimonios no tienen la más mínima base real, por cierto, a excepción de las palabras de Stevenson, que tampoco recuerdo ahora mismo si hablaba como testigo o con testimonios de segunda mano a partir de lo que le contaron sus amigos de las islas de los Mares del Sur. Otro libro que trata sobre el asunto, si bien de manera diferente, es Taipí, un edén caníbal, de Herman Melville. En clave humorística, J. Swift proponía paliar las hambrunas que asolaban Irlanda comiéndose los irlandeses a sus propios hijos. Otra cosa serían las ideas medievales e incluso las que pululan hasta el siglo XVIII por Europa, esas que hablan de brujas que se comen a los niños y ese tipo de cosas, pero es que hay que tener en cuenta que estamos refiriéndonos de unas sociedades donde la vida y la supervivencia era muy difícil, y como no existía la posibilidad de una explicación científica a una mala cosecha o a una serie de sucesos inexplicables que conllevara la muerte de alguno de sus miembros, al final la solución pasaba por buscar un chivo expiatorio, como ya explicó hace muchos años el sociólogo René Girard. En cualquier caso, si alguien quiere saber más sobre los procesos de brujería en la edad media  puede siempre puede leer Historia nocturna de Carlo Ginzburg o un clásico de la antropología como es Vacas, cerdos, guerras y brujas de Marvin Harris.  
DE NÁUFRAGOS Y DESAYUNOS
       Lo malo a veces no es qué comer en cada una de las habituales comidas diarias, sino tener algo que llevarse a la boca. Es lo que suele ocurrir a los náufragos que en la literatura han sido, a excepción del más popular de ellos, porque a Robinson Crusoe es un tipo tan ingenioso – no en vano ha sido la encarnación del hombre británico, capaz de salir adelante en circunstancias adversas con no precisamente muchos elementos. Andando el tiempo, otro tanto le ocurrirá a un joven que decide hacer un viaje por el mundo antes de casarse, con la mala fortuna que acabará naufragando y llegando a  una isla en una novela de Julio Verne titulada Escuela de robinsones (1882), que ya desde el mismo título homenajeaba a la criatura de Daniel Defoe. No tanta suerte tienen, por su parte, los chicos también británicos, pertenecientes a un colegio importante y a las clases más pudientes del país,  que naufragan y han de organizar una suerte de sociedad donde un elemento importante es la búsqueda de alimentos. El problema radica en que William Goldwing presenta una alegoría muy pesimista sobre el ser humano en esa obra, puesto que no tardando mucho se llega al crimen y a un estado tan salvaje que en nada nos diferencia de las fieras, de manera que cuando finalmente son rescatados por un buque de la armada uno de los marineros comentará sorprendido “No parecen británicos” (El señor de las moscas).  La cuestión que planeaba en todo momento es si cualquiera de nosotros en un caso similar no nos hubiésemos comportados de manera tan animal como los chavales de la novela.
            Una de las historias más conocidas que aluden ya desde el propio título al desayuno es la novela de Truman Capote, que no sólo fue un éxito literario en su momento, sino que además lo fue aún mayor con la adaptación cinematográfica de Blake Edwards con idéntico nombre: Desayuno en Tiffany´s (en España se cambió la parte final por “con diamantes”). La trama era muy sencilla, pero la joven que interpretaba Audrey Hepburn era una criatura inolvidable y el escritor que se enamoraba de ella también, por más que la falta de recursos de ambos los llevara en alguna ocasión a no tener casi ni para tomar un desayuno.
         Sin embargo, En un lugar solitario era ya una visión mucho más amarga de una relación amorosa, de la dificultad de las relaciones humanas en general y una crítica feroz del mundo del cine. Nicholas Ray siempre fue un hombre atormentado, pero hay que reconocer que es imposible no recordar los seres que fue creando a lo largo de su carrera, a veces tan desvalidos como él mismo. En una escena memorable, el guionista encarnado por Humphrey Bogart se dispone a prepara el desayuno a su novia, una estupenda Gloria Grahame (entonces esposa de Ray), y mientras lo hace, le va diciendo que las películas de Hollywood no tendrían que mostrar a una pareja diciéndose que se aman, porque cualquiera que los viera a ellos en ese momento, sabría perfectamente que se quieren. La frase tiene aquí su trascendencia, porque para entonces ella empieza a no tener ese amor tan claro, dado que él ha dado muestras de ser un hombre violento y es incluso sospechoso de un asesinato.

BANQUETES PARA TODOS LOS GUSTOS
         Una de esas novelas tan hermosas que escribió el chileno Francisco Coloane (1910 – 2002), En el centro de la ballena, arranca con la aparición del cadáver de una mujer junto al mar, ahogada sin que nadie pareciera conocerla, que es la madre del adolescente protagonista de la historia. El abuelo, rico terrateniente de la zona, organiza el funeral y un banquete para sus trabajadores, que van pasando por el velatorio. El narrador, sin embargo, a través de la mente del chico, llega a afirmar que el abuelo- y padre de la mujer muerta – desea que todo pase pronto, no porque tenga pena o dolor –se sugiere además que no mantenía ni relación con ella desde hacía mucho tiempo – sino porque son operarios que sólo han ido allí por la comida gratis, y él los necesita para que sus negocios no se paren. En otras palabras, de las muchas personas que pasan ante el cadáver y que van dando el pésame al terrateniente, la triste realidad es que la difunta sólo le importa verdaderamente a una persona: el hijo único que tenía, que se queda solo en la adolescencia, puesto que su padre había muerto muchos años atrás (El camino de la ballena).           
               En una de las obras maestras de Charles Dickens, Grandes esperanzas, ese narrador a quien hay que volver una y otra vez, hay también un banquete. O por mejor decir, estaba preparado, pero nunca se llegó a celebrar. Y es que la señorita Havisham, señora de mediana edad, con quien  el joven Pip  juega a las cartas y a quien entretiene –ha sido contratado para ello – iba a casarse en su juventud pero el novio la dejó plantada y la ceremonia y el posterior banquete nunca tuvieron lugar. Pues bien, una de las imágenes más imborrables de una novela que tiene no pocas, es aquella en la que la dama introduce al chico en una amplio salón y a la macilenta luz de las velas de una candelabro le muestra la gran mesa en la que se encontraba el ágape: todo está como se dejó en aquel momento penoso y las telarañas y el olvido se han apoderado de cubiertos, platos, velas y de todas la ilusiones de una vida marcada ya para siempre con la infelicidad.
         Por los antropólogos sabemos – y a Marvin Harris nos remitimos, entre otros y sin ir más lejos, por aquello de que ya lo hemos mencionado antes – que en ciertas culturas no era infrecuente que en un período del año se reunieran los miembros de una determinada tribu y sacrificaran los cerdos o los animales que habían ido cuidando durante el resto del año. Eso suponía unos banquetes dignos de Gargantúa y Pantagruel, en los que la gente allí reunida no cesaba de comer durante días hasta que no quedaba ni rastro de los alimentos. No puede dejar de llamar la atención el hecho de que eso se llevara a cabo por los mismos que durante la mayor parte del año llegaban a pasar incluso hambre. Pero esas conductas pueden ser paradójicas para nosotros, claro está, pero no para ellos; ¿quién nos dice que ellos no os mirarían con ojos extrañados si supieran que trabajamos horas y horas a la semana para poder adquirir cosas que no necesitamos y que tampoco no dan más que una felicidad efímera?
         Y terminamos los banquetes con uno realmente divertido que podemos leer en una de las dos novelas que sean conservado del mundo romano, El Satiricón. Es aquel que ha organizado Trimalción, el nuevo rico que pretende epatar a sus invitados con una serie de comidas a cual más estrafalaria. Por descontado que la visión de ese banquete  se aprovecha para evidenciar la falta de educación y cultura del anfitrión, aunque me temo que tampoco es que los modales de los invitados sean mucho mejores, esa es la verdad. La selección de platos no puede ser más extraña, pero lo cierto es que sabemos por fuentes históricas que no era tan inhabitual en los dos primeros siglos de nuestra era que los ricos ofrecieran menús que incluso a los propios contemporáneos les llamaban la atención y criticaban sin pudor. Es más, conservamos un libro de recetas de la época latina en la que se pueden hallar bastantes recetas de aquellos tiempos, todo ello se atribuye a un cocinero llamado Apicio. Otra cosa muy distinta es si hoy nos gustarían o no esos platos de hace casi dos mil años, pero eso es otra historia.


OTROS MOTIVOS PARA ACERCARSE A LA MESA
        Sentarse a la mesa puede constituir un factor determinante a la hora de construir una trama, según sea el mayor o menor grado de dramatismo que entrañe ese gesto. Pensemos, por ejemplo, en un caso tan paradigmático de Los tres mosqueteros de A. Dumas, donde la malvada Milady de Winter envenena a la enamorada e inocente Constance, el amor de D’ Artagnán, merced a un bebedizo venenoso oculto en su anillo. Sandokán, por su parte, consigue otro líquido de raras propiedades que sin llegar a matarlo, sí sirve para que sus enemigos lo den por muerto, aunque en realidad sólo está en un estado del que no retorna a la consciencia y a la vida hasta pasados unos días.
       Pocos meses después de ser admitido en la mesa con los adultos, al igual que su hermano pequeño (aunque éste no tiene doce años como él, pero lo han sumado para que no coma solo), el futuro barón de Rondó, de nombre Cósimo, se rebela contra  las órdenes paternas y se niega a comer caracoles, a los que había liberado de su “prisión” antes de pasar a convertirse en el manjar de ese día. Era sólo una más de las decisiones un tanto tiránicas de su padre, pero esa marcaría un antes y un después en su vida, dado que tras abandonar la mesa se sube a los árboles que hay en su mansión con la firme promesa de no volver a tocar de nuevo el suelo, lo que cumplirá en los muchos años que le quedan de vida. Años que, todo hay que decirlo, le sirvieron para conocer el amor, ayudar en multitud de ocasiones a los demás y conocer los diferentes humores del alma humana, en esa novela tan entrañable que es El barón rampante de Ítalo Calvino.
           A su vez, en un pasaje clave del Nuevo Testamento, que será conocido con toda propiedad como La última cena, se efectúa toda una representación dramática, en el doble sentido: en lo que tiene de drama por ser la despedida casi de Jesús de sus discípulos, pero también en lo que tiene de acto teatral, y como tal está descrito. Son los últimos momentos del maestro en la tierra y de ahí sus últimas enseñanzas, previas a ser arrestado, conducido a juicio y crucificado. No es de extrañar que la pintura y el cine hayan aprovechado tal materia prima para presentar una escena con tantas posibilidades emocionales como ésta.
        No son pocas las veces en las que se reúnen en torno a la mesa un grupo de mafiosos para tratar sobre sus negocios. Si existe un caso ejemplar es el inicio de El padrino III (Francis Ford Coppola, 1984), donde se acaba con casi todos los gánsteres con una ametralladora instalada en un helicóptero, en una escena de una violencia insólita. Claro que no lo era menos otro momento en una especie de homenaje que alrededor de una mesa también, el jefe de la mafia organiza en homenaje de un compañero; aparentemente, porque lo cierto es que, habiendo sabido que éste ha intentado quedarse con su puesto, le destroza la cabeza con un bastón de oro macizo que, en teoría, iba a ser su regalo (Party Girl, Nicholas Ray, 1959). 
       Sea para matar a los rivales, para despedirse de los amigos, para comerse a los enemigos, para asombrar a los conocidos, en los funerales o en las bodas, tal vez para recordar así sea por última vez la comida de tu madre o regresar momentáneamente al pasado, o para agradecer el cariño de quien te acogió cuando no tenías nada, son infinitas las razones para congregarse alrededor de una mesa. Y aquí únicamente hemos hecho una pequeña selección de los cientos de ejemplos con los que se podía haber ilustrado estas líneas.
                                                     José María García Pérez

          

      

martes, 24 de julio de 2012

CON LOS OJOS CERRADOS

                                
CON LOS OJOS CERRADOS
         Es el estreno de la adaptación teatral de la novela de Benito Pérez Galdós Marianela. En esa primera noche, el autor ocupa un lugar de honor en el teatro, ese hombre ya mayor, de vuelta de tantas cosas y, por si eso fuera poco, ciego. Y en la oscuridad compartida con el resto de los espectadores, en un momento dado, al oír la voz de la actriz que encarna a la protagonista femenina, suponemos que después de una emoción creciente en su interior, Galdós se pone en pie y alzando las manos hacia el escenario se le oye decir: “Nela, Nela”, mientras le brotan lágrimas sin freno de sus ojos. Me imagino que semejante escena haría llorar a más de uno de los testigos de aquel momento emotivo. El crítico Ricardo Gullón sugiere que tal vez ello se debía al hecho de que tras el personaje novelístico de Marianela se ocultaba Sisita, el primer amor del escritor canario. La idea es verosímil, ciertamente, pero a ratos me gustaría creer que esa explosión de llanto podría obedecer también a la escucha de unas palabras que él había creado muchos años atrás, en boca de un personaje por el que sentía un cariño especial, puesto que fue una de las novelas más populares del novelista. La vida lo alejaba de aquellos primeros años de profesión, de las fuerzas de la juventud, de una época en la que era alabado y admirado no sólo en nuestro país sino también en el extranjero, de un mundo que ya era pasado frente a otro que era presente y que, para colmo, tampoco podía ver. Y de repente, como si de un milagro se tratara, todo aquello que fue su vida pretérita se le abalanzaba en unos minutos, en el silencio recogido y compartido por cientos de almas a su alrededor, y oprimía su corazón.
           Hemos hablado ya en otras ocasiones de Clarín, el brillante y despiadado para con sus criaturas narrador decimonónico. Y a pesar de ello, en algunos momentos –pocos, muy pocos, esa es la verdad – hallamos un relato en el que el creador no se ensaña con sus personajes como suele, sino que hay una corriente de simpatía hacia ellos. Es el caso de Cambio de luz, que se centra en la vida de un escritor y crítico, padre de amplia prole y hombre íntegro donde los haya –características en las que no es difícil ver al propio Leopoldo Alas, todo sea dicho de paso-. Su vida se mueve en la normalidad, con los apuros económicos para sacar adelante a su numerosa familia y el miedo a perder a algunos de sus hijos –puntos coincidentes asimismo con el escritor asturiano – hasta que empieza a perder la vista. Pero ese trastorno, que en un primer momento lleva con amargura, se va transformando en una posibilidad para descubrir lo realmente importante en su vida. De hecho, siempre ha apreciado la música, y ahora intenta tocar el piano o escucharlo atentamente cuando lo toca alguno de sus hijos. Por otra parte, los artículos que ahora escribe al dictado muestran una mirada profunda al alma humana y como tal es visto por algunos de sus lectores.  Para su desgracia como persona y la nuestra como lectores, Leopoldo Alas murió sin cumplir los cincuenta años, como el protagonista de ese relato, de manera que nunca sabremos si al llegar a la vejez hubieran sentido algo parecido a lo que le atravesaba las entrañas a su buen amigo Galdós en aquella ocasión.
TRES REYES
        Sabida es la historia de Edipo,miembro de una de esas familias que han sido castigadas por los dioses, y de qué manera. Ese hombre que aspira a ser un buen gobernante de su ciudad  tiene que encontrar la razón por la que la peste asola a Tebas, pero lo que va a descubrir –como ya le augura el adivino ciego Tiresias – es algo terrible: que mató a su padre (sin saber que lo era) y que está casado con su madre (lo que también desconocía). Al ser consciente de todo ello, se ciega a sí mismo para no volver a ver nunca, para no ser testigo jamás de un mundo tan cruel. En la continuación de esa obra, la más conocida de las cuales es obra igualmente de Sófocles, Edipo en Colono, los hijos pelean en lucha fratricida por el reino, mientras sus hijas cuidan de su vejez. Lo curioso del caso, por esas paradojas tan típicas que los dioses reservan a los mortales, es que allí donde repose el cuerpo de Edipo será un tierra en paz y llena de dicha; qué ironía para un hombre cuya vida fue todo menos apacible y dichosa. Pero así se entra en el territorio de la mitología, de la literatura y se pervive en la memoria de los seres humanos.  
         Otro no menos célebre rey, este posterior nada menos que en veinte siglos, es una de las más sublimes creaciones de William Shakespeare: El rey Lear. Pero aquí no hay una maldición divina, porque en el tránsito de los siglos XVI a XVII la creencia religiosa en Europa es más bien monoteísta; lo que sí se da es uno de los más terribles y lúcidos estudios sobre la ambición, la ingratitud y otros no menos importantes sentimientos humanos. Lear lega cada su reino a dos de sus hijos, mientras deshereda injustamente al tercera, que es quien más lo ama. Todo ello originará una serie de  batallas y muertes, de argucias, engaños e infamias como pocas veces se han visto con tal fuerza en una obra literaria. Nada de extraño tiene que, como fin de ese escalofriante catálogo de horrores, la obra acabe con un rey sin poder ni reconocimiento, en una pobreza y una soledad aterradoras. No llega a quitarse la vista como Edipo, pero al final enloquece ante todo cuanto ve y ante el cuerpo sin vida de Cordelia, aquella hija que lo quiso sinceramente y que ha sido ahorcada por sus enemigos Su cuerpo y su vista vaga por el horizonte ya sin ver, la vejez y todos esos padecimientos han vaciado de sentido el hecho mismo de mirar, de manera que lo único que le queda es una suerte de mirada hacia el interior. Y en ese camino sin rumbo, en ese andar que no es sino una huida de los lugares que han supuesto tanto dolor, va siendo guiado por un bufón, lo que no puede sino remitirnos a una parte de las imágenes del mundo medieval, esa en la que un bufón (que es tanto como decir un loco) conduce a una serie de personas de la más variada condición. El rey fallece de pena por cuanto le ha pasado. Curiosamente, en la adaptación de 1983 de Akira Kurosawa de esa tragedia, traspasada al Japón de las luchas feudales, el equivalente a Lear –porque los nombres se han cambiado por nombres japoneses - la obra concluye con el bufón y el rey al borde de un acantilado, de un abismo, con todo lo que tiene eso de simbólico en una vida que carece del más mínimo sentido y que no tiene el más mínimo aliciente para ser vivida.
          En un país muy lejano de esa Europa por cuyos paisajes paseábamos antes, un país cuyo nombre ni conocemos, otro monarca, a punto de entrar en la vejez, se retira al bosque para que sus súbditos no puedan ser testigos de su declive físico y mental. Al principio todavía le llegan correos de la corte, pero pasado un tiempo, nada. No obstante, una de sus antiguas concubinas  acude al bosque y lo vuelve a seducir, bien es verdad que esa aparente facilidad de seducción se debe a que él empieza a perder la vista, razón por la cual no la reconoce. Pero ella comete un error y el príncipe Genghi la expulsa de su lado. De todas formas, vuelve a intentarlo, pero esta vez no como  una campesina sino como una dama de no muy alta alcurnia. No importa: la seducción de nuevo tiene lugar, aunque preciso es reconocer que esa conquista también le hace feliz al hombre, famoso también por sus conquistas amorosas. No obstante, la vida de Genghi se acaba y en su lecho de muerte recuerda a todas sus esposas, concubinas y amantes, incluidas las dos últimas que acabamos de referir. Sin embargo,  la única que no aparece en esa lista es, precisamente, Dama-que-del-pueblo-de-las-flores-que-caen, que es el verdadero nombre de esa mujer que por amor ha dejado su casa y posición para pasar su vida junto a su gran y único amor en esos meses postreros. En consecuencia,  esa historia acaba de forma dolorosa,  pues el monarca expira y ella llora y grita por el dolor de no haber logrado estar en la memoria de los amores  -duraderos o efímeros, eso ya no importa- del famosos príncipe Genghi, guerrero, poeta y amante famoso (El último amor del príncipe Genghi es un cuento de Marguerite Yourcenar).

EN EL SIGLO XIX
            En su viaje por España a mediados del siglo XIX, Domingo Faustino Sarmiento, a la sazón intelectual polemista argentino, que con el tiempo llegaría a convertirse en presidente de su país, amén de autor de una muy interesante novela llamada Facundo, anotaba: “Los ciegos en España forman una clase social, con fueros i ocupación peculiar.  El ciego no anda solo, sino que aunados varios en un asociación industrial  artística a la vez, forman una ópera pública i acompaña con guitarra i bandurria las letrillas que ellos mismos componen o que las proveen poetas de ciegos…”. Y lo cierto es que así debía ser, porque si recordamos al moro ciego de la novela de Galdós Misericordia, se trata de un mendigo que canta romances y pide en las puertas de las iglesias. Y se trata de un hombre de buen corazón, porque de otra manera no se explicaría que  Benigna, la protagonista de la misma, ante la ingratitud de la familia a la que ha ayudado durante tanto tiempo, se vaya al final con él.

            El mismo Galdós, en la novela Marianela presentaba a un joven ciego que se enamoraba de la inocente chica que da nombre a esa obra. Lo malo es que cuando, tras una operación él recupera la vista, ese amor se desvanece ante la fealdad y la simpleza de la joven, y no tardará además en enamorarse de otra. Por otra parte, no se sitúa exactamente en el siglo XIX, la verdad, pero el espíritu, la lengua y hasta los personajes de Viridiana parecen genuinamente galdosianos, si bien pasados por el peculiar filtro buñueliano. Y entre los mendigos de esa película hay también un ciego, pero la visión del cineasta aragonés es mucho más amarga, de manera que no hay espacio para la bondad entre sus personajes ni mucho menos para la misericordia. De ahí que ese ciego sea el detonante de la destrucción de las buenas intenciones de Viridiana, y de las posesiones de la clase adinerada a las que ellos no pueden acceder. En un arrebato de celos y ebriedad con el que culmina una llamativa parodia de la Última Cena, momento clave en el Cristianismo y que aquí, por si eso no fuera bastante, se acompaña con los acordes del oratorio El Mesías de Haendel, empieza a destrozar con su bastón cuanto tiene a su alcance en la mesa, y el resto de los mendigos hace lo mismo, hasta que acaban con todo cuanto constituía esa estupenda mesa puesta para la menos excelente cena. Y es que un ciego no tiene por qué ser una buena persona, ni mucho menos, no en el mundo de la literatura, del cine o de otras tantas artes al menos.
          Ciego está igualmente por el brutal castigo al que lo condena el antagonista de la novela a Miguel Strogoff, el inolvidable correo del zar en la novela de Julio Verne. Lo curioso del caso es que ello no le impide cumplir su misión, bien es verdad que con la ayuda de una joven que lo ama y de dos periodistas franceses -¡de dónde si no, siendo Julio Verne de esa nación! -. Pero en esa época, a un personaje de acción que encarna el paradigma de la bondad y el sacrificio hubiera parecido cruel dejarlo realmente sin vista, y al final sabremos que ha sido una argucia para que sus enemigos no se preocuparan de él al creerlo ciego, por más que la explicación del porqué no se quedó sin vista al aplicarle una espada candente a los ojos carezca del más mínimo rigor científico (las lágrimas impidieron la ceguera), pero estamos en el territorio de la literatura, y aquí todo, o casi todo, es posible.
         Y quiero terminar este apartado con un ejemplo maravilloso que podemos encontrar en una de las más hermosas novelas de comienzos del siglo XIX: Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley. Y es uno de esos casos no inhabituales en los que una persona ciega, tal vez por carecer de ese sentido, puede ver aquello que a los demás parece estarles vedado. Me refiero a que la criatura a la que logra dar vida a partir de un cadáver el doctor Frankenstein, de un aspecto externo que atemoriza a la gente cuando lo contempla, es, en el fondo de su ser, un hombre de un corazón inmenso y bondadoso, como se demuestra una y otra vez a lo largo de la novela. Tal circunstancia, no obstante, la aprecia un monje ciego a cuya cabaña llega huyendo tras uno de los muchos desengaños que se va llevando en su relación con otros seres humanos. A lo mejor, en ciertos momentos, es preferible estar ciego –aunque sea simbólicamente – para ver más allá de aquello que tenemos delante de nuestros ojos. 
Y EN LA MÚSICA
            Desde la antigüedad los ciegos se asocian de una forma u otra a la música. Pensemos si no, en el hecho de que un porcentaje muy elevado de los músicos en el antiguo Egipto eran ciego, y tenemos hasta imágenes que lo prueban. Así mismo, conservamos desde ilustraciones de la Edad Media en la que podemos ver al ciego que toca la zanfoña, por ejemplo, hasta incluso los testimonios del siglo XX en nuestro país, sobre esa misma estampa, sea en cuadros, grabados, fotografías, cine o cualquier otra forma de plasmación de imágenes que se nos pase por la cabeza. Si no vamos al Renacimiento, hay tres muestras pero muy ejemplares de ciegos músicos en España: Antonio de Cabezón, famoso compositor de música para clave, especialmente, que llegó a ser músico de la corte real. El segundo sería Francisco Salinas, a quien Fray Luis de León dedicó uno de sus más célebres poemas. Y el tercero es Miguel de Fuenllana (1510 -1566), el único de ellos que no era ciego de nacimiento, sino que se quedó ciego de niño, autor de uno de los más sobresalientes libros de música del siglo XVI: Libro de música para vihuela intitulado Orphenica Lyra (Sevilla, 1554). 
          No es la primera vez que el azar quiere que dos genios, en este caso de la música, nacieran en el mismo año y en la misma tierra. Ese es el caso de J. S. Bach y G. F. Haendel, y lo que no deja de ser curioso es que nunca llegaron a coincidir. El primero porque por sus diversos  puestos en muy diferentes ciudades no salió de las fronteras prusianas. Por su parte, Haendel ya desde joven viajó a Italia, donde pudo aprender de los grandes compositores de la época para, con el tiempo, convertirse a su vez en el músico más popular de Gran Bretaña, a la vez que también el mejor pagado. Pues bien, lo que los unió igualmente al final de sus vidas fue que, seguramente por las muchas horas pegados a los pentagramas, sus vistas se fueron debilitando hasta que llegó un punto que apenas podían ver. Entonces no era tan extraño como pudiéramos pensar la operación de los ojos, y uno de los médicos que la practicaban era John Taylor.  El caso es que primero lo intentó con Bach, y tiempo después con Haendel. En ambos casos hubo un primer momento en el que el resultado parecía esperanzador, mas no tardando mucho ello dejó paso a la ceguera total en los dos pacientes. Por esa razón, en  los años postreros de los dos gigantes no pudieron ver ni a la familia, ni a los amigos, ni las iglesias ni los escenarios donde tantos éxitos habían cosechado. Naturalmente eso no quiere decir que no volviesen a tocar nunca, dado que siguieron dando conciertos de órgano y clave, los dos instrumentos para los que tanto compusieron, e incluso aún hicieron algo de música nueva, pero lo cierto es que ya nada volvió a ser como antes, como lo prueba aquella escena contada por testigos del concierto en la que Haendel asistía a una representación del oratorio Sansón, una de sus obras más conocidas. El público lloró a escuchar el aria en el que el protagonista habla de su ceguera, al tener al Haendel allí presente con la vista ya perdida, con los versos:
                                            Total eclipse. No sun, no moon,
                                            All dark amid the blaze of noon.

              En el siglo  XX tenemos el caso de otro músico que se quedó ciego siendo un niño: Joaquín Rodrigo, universalmente conocido por el Concierto de Aranjuez. Sin embargo, aunque hasta ahora venimos hablando de compositores de lo que se suele llamar música culta, la verdad es que en otras músicas existen también compositores e intérpretes ciegos. En el flamenco podemos mencionar a la Niña de los Peines, en el jazz a Ray Charles y Art Tatum. Nada tiene de extraño, por lo tanto, que el mundo del arte hay testimoniado esa realidad, y ahí tenemos el músico ciego de Goya, el guitarrista ciego de Ramón Bayeu o el cuadro de la época azul de Picasso que lleva el mismo título que éste último de Bayeu. Y eso por no hablar de las muchísimas imágenes que nos han llegado a lo largo de la historia del arte en la que podemos ver a músicos y cantantes ciego, buena muestra de los cuales sirven para ilustrar precisamente este mismo artículo.




 Y por último merece la pena citar la novela El músico ciego de Vladimir Kirolenko. La historia de un niño a quien, habiendo nacido ciego, le enseñan a tocar música. A partir de ese momento no sólo se convertirá en un músico extraordinario, sino que conocerá el amor de una joven y, por si fuera poco, hará las veces también de maestro de música de otros niños ciegos que no han tenido la suerte que ha tenido él. En este libro se nos ofrece hermosas apreciaciones sobre cuanto el ser humano percibe a través del gusto, del tacto y sobre todo del oído, como manera de describir todo aquello que va llegando al protagonista y que de una forma u otra también irá con el tiempo conformando su forma de ser, que en este caso es la de un hombre lleno de bondad y que no duda en todo momento en ayudar a sus semejantes.
CASTIGOS
           Por muchas razones hemos hablado ya en este mismo blog de Centauros del desierto, esa obra maestra de John Ford. A propósito de lo que venimos hablando aquí, hay un momento en la que Ethan Edwards dispara a los ojos de un apache que los suyos han dejado enterrado bajo una gran roca. Ante ese acto, su sobrino le reprocha disparar a un muerto y muestra su incomprensión ante el mismo. Ethan, gran conocedor de la cultura apache, como se nos muestra en numerosos momentos, le explica que según la cultura blanca eso no sirve para nada, es verdad, pero que en la cultura india el no tener ojos significa tanto como no poder entrar en su particular cielo con el Gran Espíritu de las Praderas, que no podrá descansar en el más allá con sus antepasados.

          Una de las más hermosas historias que guardan relación con la mirada es la de Peeping Tom (algo así como Tom “el Mirón”). Una atractiva noble, Lady Godiva, ha hecho la promesa de pasear desnuda sobre su caballo por el camino que atraviesa un pueblo siempre y cuando todas las ventanas y postigos estén cerrados para que nadie pueda verla. Esto obedece a una condición que le puso su esposo para bajar los impuestos a su pueblo. Como ya hemos dicho repetidas veces, las prohibiciones y tabúes de la literatura – escrita u oral, con un transfondo real o perteneciente de lleno al mundo de la leyenda - están puestos ahí para que alguien las infrinja, y es lo que ocurre en esta ocasión: un tal Tom ve a la joven y por ello se queda ciego. Esa leyenda dará nombre en 1960 a una turbadora película de Michael Powell, uno de los grandes del cine británico. Pocas veces el séptimo arte ha indagado en el poder de la mirada: turbia, de deseo, criminal, de cariño familiar, de sospecha policial, etcétera. Y en escasísimas ocasiones el cine ha buceado de forma tan intensa sobre su propio poder de seducción y en su poder para encoger el ánimo de los espectadores.
            Mucho más atrás en el tiempo, Basilio II, emperador de Constantinopla, vencedor de los búlgaros en Belasitza en el siglo XI, ordenó sacarles los ojos a quince mil prisioneros y los hizo regresar a su patria. Y para que puedan cumplir su orden, uno de cada cien debía de conservar un ojo para servir de guía los otros noventa y nueve. Por otra parte, dentro de la mitología griega es conocida la leyenda de Acteón, el cazador que ve a la diosa Diana desnuda mientras toma un baño en el río, por lo que es castigado por ella a convertirse en ciervo y morir en las fauces de sus propios perros de presa. Y otro tanto le sucede a Tiresias, un hombre que ve igualmente desnuda a la diosa Atenea y, como no podía ser de otra manera, ésta lo castiga a perder la vista, aunque eso sí, como contraprestación, se le da la potestad de ser adivino del futuro. Y él es quien le abrirá los ojos a Edipo paradójicamente sobre las causas que han originado la peste de Tebas.
           Muchas veces el hecho de ver algo o a alguien que no debe ser visto – por muy diferentes tabúes - se paga con la pérdida de la vista, como venimos viendo en las últimas líneas. Que es lo que ocurre en el no menos famoso episodio de la Biblia cuando Dios destruye las ciudades de Sodoma y Gomorra. Lot, el hombre temeroso de Yahvé, huye de esas ciudades que pasarían a ser el paradigma de los lugares pecaminosos por excelencia, y les dice a sus esposas que por ninguna razón se le ocurra volver la vista atrás en su huída para ver cómo arden esas ciudades castigadas por la ira divina. Ni que decir tiene que ellas van a incumplir esa prohibición y al hacerlo se convertirán en estatuas de sal. Y el último ejemplo, extraído así mismo de la Biblia: Sansón pierde su fuerza al cortarle el pelo – de donde proviene la misma, según ha confesado a su esposa Dalila - su criada por orden de sus enemigos los filibusteos, tras lo cual le sacan los ojos y lo convierten en esclavo. Pero según algunos, todo es un castigo por desobedecer la ley de Dios que prohibía casarse con una infiel, como lo es Dalila. El final del hercúleo héroe judío es sabido: atado a las columnas del templo de los filibusteos, recuperada su descomunal fuerza al haberle crecido de nuevo el cabello, derriba esas columnas en las que sostenía el templo y mueren así un número de enemigos mayor que el que fue cayendo a sus pies a los largo de su vida, con ser éste considerable.

     Habría mucho que decir algo de los escritores ciegos, pero vamos a poner sólo un ejemplo: el caso de Jorge Luis Borges, que dedicó tres poemas a John Milton, otro escritor que perdió la vista y que dictaba los versos de sus poemas en los últimos años de su vida, como le ocurrió  al propio Borges. Hace poco he leído que el escritor argentino, gran amante del cine, seguía acudiendo a las salas donde proyectaban películas, y lo hizo hasta los últimos años de su vida. De ser cierto sería una anécdota muy reveladora. De todas formas, es interesante destacar la figura del lector, como ese joven Alberto Manguel, adolescente que leyó libros al magistral autor argentino durante cuatro años. Esa singular relación puede leerse en el imprescindible libro de Manguel Con Borges, con los recuerdos y las impresiones que a éste le causó esa relación, que no cabe duda que lo forjó también como lector y que, con el tiempo, Manguel será quien nos proporcione muchas horas de placer a sus lectores.
          Y para terminar con este artículo cómo no recordar aquella leyenda de origen al parecer indio sobre los seis ciegos sabios y el elefante. Cada uno presume de ser más sabio que los demás, pero la prueba definitiva que va a rebajar esa soberbia, al menos de cara a los lectores, es que tienen que describir un elefante. Ni que decir tiene que cada cual se topa con una parte de animal (la pata, la trompa, el rabo, los colmillos, la oreja…), de modo que la descripción de uno no tiene nada que ver la de los demás. Lo que no deja de ser una muestra más de la sabiduría hindú para relativizar la sabiduría y el conocimiento humanos. Y es que a veces la verdadera forma de ser humano parece pasar por una humildad y una solidaridad de la que carecen no pocos personajes de los que han aparecido en estas páginas, y así les va, para su desgracia.
                                                     José María García Pérez

Apostilla.
        Releyendo uno de libros de Oliver Sacks (La isla de los ciegos al color), ese extraordinario neuropsicólogo, músico y tantas otras cosas que lo sitúan en un lugar privilegiado entre los hombres de nuestros días, me encuentro con varios puntos que no puedo por menos que traer a esta entrada del blog. Primero, su mención a un relato de H. G. Wells que desconozco titulado El país de los ciegos, en el que un viajero se encuentra con un poblado de casas parcialmente coloreadas, lo que le lleva a pensar que sus habitantes deben de estar ciegos. Y así es: toda esa comunidad carece de visión, y mientras él los ve como seres dignos de lástima, ellos lo consideran como un demente sujeto a las alucinaciones generadas por los ojos. El protagonista extraviado en ese valle perdido de Sudamérica se enamora de una muchacha y desea permanecer allí y casarse con ella, pero los ancianos se muestran de acuerdo siempre y cuando acceda a extirparse esos órganos excitables.
         En segundo lugar, se refiere al hecho de que hay una idea muy extendida acerca de que las estatuas en la isla de Pascua no tienen ojos ni miran al mar. Lo cierto es que la mayoría miran hacia donde estaban las casas de los nobles y además sí tenían ojos, un tanto inquietantes por su brillo, elaborados con coral blanco con iris de roca volcánica roja o de obsidiana; claro que estas características no se descubrieron hasta 1978. El mito que aún perdura en sobre este particular parece tener su origen en los relatos de los primeros exploradores, asó como en las pinturas de William Hodges, quien viajó a la isla de Pascua con el capitán Cook durante la década de 1770.
       En tercer lugar, el título alude a una isla en el océano Pacífico llamada Pingelap donde la mayoría de sus habitantes padecen acromatopsia, una enfermedad que consiste en una ceguera total y congénita al color. Pues bien Sacks narra un viaje a esa y otras islas para investigar esa extraña enfermedad, así como otras como la sordera total o parálisis progresivas, endémicas de ciertas islas. Y en ese viaje cuenta como compañero a Kurt Nordby, un investigador de la visión de la Universidad de Oslo, autor de un libro llamado Night Vision,  originario de la isla de Fuur, en un fiordo de Jutlandia, donde había numerosos enfermos de acromatopsia, entre ellos el propio investigador.
       Y, por último, en las notas finales de ese libro apasionante por tantos motivos, nos habla de Georg Rumpf (conocido como Rumphius), apasionado naturalista  y botánico que se embarcó hacia Batavia y las Molucas en 1652.  Aunque se quedó ciego en 1670, continuó trabajando en su Herbarium Amboinense, donde describe 1.200 especies de plantas propias del sudeste asiático. Lo curioso del caso es que su obra le llevó cuarenta años, a pesar de una serie de penalidades: perdió a una de sus hijas y a su esposa en un terremoto, un incendio arrasó la ciudad de Amboina y destruyó su biblioteca y manuscritos en 1687, los seis primeros tomos de su obra salen en barco para Ámsterdam y se pierden en un naufragio en 1692, tres años después son robadas sesenta láminas de su oficina… En 1702 murió Rumphius, unos  meses después de haber terminado el Herbarium, un trabajo de 1700 páginas y 700 ilustraciones, aunque no se publicó hasta mediados de siglo. Sólo por conocer la existencia de este hombre ya merece la pena leer el libro de Sacks.


martes, 20 de marzo de 2012

DE LA MANO AL CORAZÓN




                                                       DE LA MANO AL CORAZÓN


En su primer encuentro, el hambriento y pobre poeta romántico Rodolfo, percibe la mano fría de Mimí, la joven vecina de la que, como es inevitable, se enamora a primera vista. Es evidente que en el París de las primeras décadas del siglo XIX se pasaba mucho frío, sobre todo cuando no ganas ni para poderte comprar leña con la que calentarte. Pero tocar esa mano también es sentir el pálpito vital del cuerpo amado, y, por lo tanto, un elemento para la alegría. Por desgracia, la pena suele inundar las obras de Giacomo Puccini, y al igual que les ocurre a tantas de sus heroínas, Mimí tendrá un final lacrimógeno, en un sentido positivo de la palabra: sí, porque acabamos derramando tiernas lágrimas por la desdichada suerte de la joven. De esa manera La Bohème se cierra con un nombre que no puede respondernos, lo sabemos, pero también con un hombre que no puede contener su dolor y que sujeta aquellas manos que ahora han perdido para siempre el poco calor que tenían cuando las tocaba por primera vez. El principio y el fin están en esas manos.

Las manos son esa parte del ser humano en la que, de alguna manera, se compendian muchos sentimientos (odio, venganza, amor, fidelidad, etc.), y de ellos hablaremos en las siguientes líneas. Un caso ejemplar de ellas es el que hace John Ford, pero claro, es que él siempre cuidó mucho la fuerza dramática que se aloja en los pequeños gestos y en los objetos aparentemente más triviales. Ya el crítico Shigehiko Hasumi ha dedicado a ello un texto estupendo, La elocuencia del gesto. Sin embargo, el caudal de casos en los que las manos desempeñan un papel relevante es casi infinito. Pensemos, sin ir más lejos, en una imagen cara al cine fordiano, esa en la que un hombre habla con un ser amado ante su tumba. El diálogo no se interrumpe entre vivos y muertos, porque los primeros siguen contando sus inquietudes a los ausentes, y este es un poderoso leitmotiv que se repite en Ford. Pues bien, las manos de Wyatt Earp colocan amorosamente lanchas sobre la tumba de su hermano recién asesinado, mientras le anuncia que la noticia de su muerte acabará con su anciana madre. El capitán Nathan Britlles hace lo propio ante la tumba de su esposa, pero en lugar de una noche en blanco y negro, aquí lo arropa un asombroso crepúsculo rojizo que anuncia la tormenta en el mismo Monumental Valley. Las palabras siguen uniendo tras la pérdida y, con delicadeza, el oficial que está a punto de jubilarse, riega la tierra que cubre a su amada mujer. Algo similar a lo que hace sobre la tumba de su esposa el juez Priest en la película que lleva su nombre y que dirigió Ford en 1934.

Pero no sólo las manos unen en cierta medida a los que habitan este mundo con los del otro, sino también con aquellos que están a punto de pasar al segundo grupo. Es el caso de uno de tres ladrones que han cometido un robo y que se han adentrado en el desierto a fin de evitar a los hombres del sheriff. Tras haber recogido a un bebé recién nacido y haber enterrado a su madre, que se lo encomienda antes de expirar, uno de ellos, el más joven, The Abilene Kid, se ha roto una pierna, no puede continuar y, en consecuencia, la muerte le aguarda. Sin embargo, uno de sus compañeros sostiene al bebé en una mano y con la otra sujeta su sombrero por encima de su cabeza, para que el sol no moleste a su amigo en sus últimos momentos de vida. Pocas veces se ha dado una muestra de amistad tan reveladora, por la sencillez del planteamiento, a la vez que por lo emotivo del gesto (Tres padrinos, 1948).



Pero en el western también podemos ser testigos con la misma facilidad del odio más visceral, como lo prueba el arranque de Winchester 73 (Anthony Mann). En un concurso de tiro, los participantes han de depositar sus revólveres junto a la oficina del sheriff. Pues bien, en un momento dado, y sin que sepamos por qué, dos de ellos se ven y como si hubieran visto a una serpiente cascabel, ambos hacen el gesto de desenfundar para acabar con el otro. De ahí en adelante averiguaremos que son hermanos, que su padre los enseñó a disparar, y de hecho cogen el rifle y disparan de la misma manera, lo que no deja de ser un gesto inquietante, toda vez que veremos que son como la cara y la cruz del ser humano, y ya adivinamos que serán los finalistas del concurso, cuyo premio es el arma que da título a la película, y que los une un odio feroz.

Y para terminar con este género, a la hora de poner ejemplos, uno un poco menos dramático, y que hemos visto también en numerosas ocasiones en otros géneros muy dispares. Me refiero al de alguien que observa una partida de cartas, de póquer por lo común, y que hace gestos a uno de los jugadores para indicarle el juego que tiene uno de sus contrincantes. Eso lo que hace Chihuahua, la mestiza enamorada de Doc Holiday, a éste señalando las cartas que tiene Wyatt Earp, lo que no deja de apreciar éste último y, en consecuencia, dejar la partida (de nuevo Ford, esta vez en una escena de My Darling Clementine). No deja de resultar llamativo, por último, que quienes hacen trampas suelen tener mal final en el cine fordiano, basta con recordar el tahúr de Tres hombres malos, el jugador sureño de La diligencia o la propia Chihuahua.
DEL AMOR
A nadie puede extrañarle que, si de manos hablamos, sea imprescindible dedicar un apartado al sentimiento amoroso. Y es que las manos a veces dicen más de lo que pueden llegar a decir las palabras. En efecto, ¿cómo si no interpretar un bellísimo gesto visible en El nacimiento de una nación (David W. Griffith, 1915)? Acabada la Guerra Civil norteamericana, un oficial sureño, retorna al hogar. ¿Y qué es lo que le espera, tras años de batallas, muertes, dolor y derrota? Pues el amor de una familia y el calor de un hogar. Y amor y calor están mostrados mediante una forma simple, eficaz, emocionante: al llegar a su casa, llama a la puerta –no tiene llave porque su mansión ha sido destruida, y ahora su familia vive en una casa más sencilla -. La puerta se abre pero, contra lo que esperaríamos como espectadores, es decir, que sus hermanas salieran a recibirlo abrumadas por el reencuentro, lo que se nos muestra es unos brazos que se aproximan al Pequeño Coronel y lo introducen amorosamente en el que desde ese momento va a constituir su hogar. No hay duda de que si ese recibimiento se hubiera mostrado de la manera digamos convencional, el momento hubiera sido también emotivo, pero creo que lo es más precisamente por ese abrazo de acogida que parece como si no sólo se lo dieran sus seres queridos sino también su propio hogar.


En otra obra maestra de este pionero del séptimo arte, tenemos más casos de la importancia de los gestos en lo que intervienen las manos. En Las dos tormentas, Lilian Gish ha sido expulsada de la granja donde había sido acogida por los padres del chico del que está enamorada, y él de ella. En uno de esos momentos mágicos que sólo muy de tarde en tarde se puede contemplar en una pantalla, ella está en un lugar que ni conoce ni le importa, pues su pena por no volver a ver al amor de su vida ahoga cualquier otra consideración; y, sin ella saberlo, muy, muy cerca, se aproxima él. De nuevo esperaríamos un reencuentro entre los amantes, como espectadores acomodados que somos. Pero no, ese no se produce, pero sí la inquietud de la joven, que parece presentir la presencia del hombre, y esa especie de instinto amoroso le lleva además a levantar los brazos, extendiéndolos como para poder tocar si quiera al objeto de sus desvelos (ese reencuentro no tendrá lugar hasta el final de la película). Hay quien ha hablado de poesía ante semejante escena, y ha hecho muy bien.

Por otra parte, a veces los objetos tienen un valor inequívocamente metafórico, como ya hemos visto en algún caso. Dando un gran salto en el tiempo, pero sin dejar la senda de los maestros del cine, es imposible no recordar una película de Jean-Luc Godard en la que, en primer lugar, vemos las manos masculinas que recorren el cuerpo desnudo femenino, imagen que se enlaza con otra en la que otras manos (¿las mismas?, no lo recuerdo bien, como tampoco en qué obra aparece, pero eso no importa) tocan un violonchelo. ¿Qué quiere decir ese encadenado visual? Pues muy sencillo, transmitir que el personaje toca con el mismo amor a su novia ya a su instrumento musical, que ese gesto de pasión sirve tanto para acariciar a un ser humano tanto como a un chelo. En este caso, tal vez nos llegue menos la emoción por la consciente mediación cerebral que debe ponerse en marcha para interpretar las imágenes, pero aún así, es hermoso.

Pocas veces nos es dado mirar fascinados ante una pantalla con una historia donde hasta el nombre amour fou se queda corto. Y es que asistimos al amor sin límites de un lanzador de cuchillos por la bella Nanon, la hija del dueño del circo (interpretado por una jovencísima y no menos hermosa Joan Crawford). Hasta aquí todo normal, puesto que hemos visto otras historias de amor ambientadas en el circo, en Freaks (1931), sin ir más lejos, del mismo director que ésta, con una atmósfera no menos enfermiza y con un ambiente claustrofóbico, por cierto. Pero el es un delincuente que se refugia en el circo para no ser atrapado por la policía, y para ello se hace pasar por manco, de tal manera que dispara con un rifle y lanza los cuchillos con los pies en unos números de gran éxito de público, y que hace que todos conozcan al gran Alonzo the armless (curiosamente, la obra se sitúa en el viejo Madrid). Ahora bien, ella odia que la toquen con las manos, lo que le hace rechazar a su principal pretendiente, Malabar, el forzudo. Alonzo, sabedor de ello y amador como pocos, se hace cortar los brazos para que ella lo ame. No se puede calibrar la decepción, el disgusto, la ira que le hierve en sus adentros cuando, tras ese sacrificio supremo, descubre que la gitana se ha enamorado de Malabar, de quien no parece molestarle ahora lo más mínimo sus abrazos y caricias. Como no podía ser de otra manera, el final no puede estar más alejado del típico happy ending, por más que, como ya ha pasado en otras ocasiones, algunas copias de esta película colocaron un falso final feliz, que atentaba contra todo lo que era el espíritu y la letra de la maravillosa Garras humanas (título un tanto absurdo para un original mucho más ajustado, como casi siempre suele serlo, The Unknown, 1927).

Las manos pueden ser, lo son de hecho, elementos fundamentales en el amor, por lo que suponen de roces, caricias, etc. Eso es lo que hace, como no podía se de otro modo, que los poetas las tengan tan presentes en sus versos. Y si de alguno podemos decir que esto es así en grado supremo, ese es el gran Pablo Neruda. Y lo prueba, entre otros muchos poemas, ese que lleva por título, precisamente, Tus manos:

Cuando tus manos salen,
Amor, hacia las mías,
Qué me traen volando?
Por qué se detuvieron
En mi boca, de pronto,
Por qué las reconozco
Como si entonces, antes,
Las hubiera tocado,
Como si antes de ser
hubieran recorrido
Mi frente, mi cintura? (…)
Los años de mi vida
Yo caminé buscándolas.
Subí las escaleras,
Crucé arrecifes,
Me llevaron los trenes,
Las aguas me trajeron,
Y en la piel de las uvas
Me pareció tocarte.
La madera de pronto
Me trajo tu contacto,
La almendra me anunciaba
Tu suavidad secreta,
Hasta que se cerraron
Tus manos en mi pecho
Y allí como dos alas
Terminaron su viaje.

DEL DOLOR
A través de las manos, no pocas veces, se pueden experimentar el sufrimiento. Pongámonos en la piel de Michael Corleone, en una escena que ya hemos comentado en este blog. En El padrino III, el patriarca de la familia Corleone, envejecido y atormentado por sus muchos y terribles crímenes –como reconoce el obispo que lo confiesa y que le asegura que no puede absolverlo de ellos -, decide traspasar su puesto en la familia a su sobrino. Pero lo que aquí nos interesa es la ópera en la que debuta como tenor su hijo. La representación es un rotundo triunfo, y a la salida, unos asesinos a sueldo intentan asesinar a Michael, con tan mala fortuna que matan a su hija. En la escalera del teatro, mientras todo a su alrededor es un caos y la banda sonora enmudece, Michael se cubre el rostro con sus manos y, cuando se las aparta su esposa, su cara expresa un gesto de dolor infinito que se completa con un aullido inaudible. No transcurrirán muchos minutos de film para que, como ya le sucedió a su padre, perezca en un jardín. Se cierra el ciclo y la trilogía más espléndida que nos ha dado el cine.
No obstante, el dolor puede ser más físico, si se me permite la expresión, como ya lo padecía el James Stewart que tantos papeles atormentados hizo en los westerns de Anthony Mann. En El hombre de Laramie, el jefe de sus enemigos y rival por motivos que no son del caso en este momento, le pega un tiro en su mano derecha para que no pueda tomar la venganza contra él. Algo parecido le pasa en Tierras lejanas, donde tendrá que valerse de su astucia y de su rifle para dar su merecido a los villanos, tras haber perdido su habilidad con el revólver en un tiroteo a traición a manos de estos.

En ocasiones, el dolor es la plasmación de algún tipo de castigo por muy diferentes razones. Ilustrativo es el caso de Eddie Felson, el genial jugador de billar de El buscavidas (Robert Rossen, 1961), que al querer estafar a unos palurdos en la mesa de billar, haciendo como que es un novato, descubren que se trata de un verdadero profesional. Descubrirlo y querer hacérselo pagar es todo uno, y la forma contundente que tiene para ello es romperle los nudillos de su mano. Claro que hay quienes no necesitan que nadie se los rompa, como el adolescente Jim Stark, que en el inolvidable arranque de Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), el sufrimiento que lo reconcome es más que suficiente para que, ante la propuesta de un policía de que si quiere pegar a alguien, puede hacerlo contra la mesa de la comisaría en la que se encuentran, empiece a dar terrible puñetazos contra ese mueble, hasta que ya no puede soportar el dolor. Puede darse el caso, sin embargo, de que se trate de respetar los códigos de la mafia, como es la yakuza japonesa, de manera que quienes incumplan sus leyes, tiene que cortarse un dedo, que es lo que hace Robert Mitchum en la película Yakuza, dirigida en 1974 por Sydney Pollack.

DEL MAL

No creo que muchos directores de cine se hayan propuesto la búsqueda de nuevas formas de matar, y lo hayan hecho con tanto éxito, como Alfred Hitchcock, lo que él mismo reconocía un tanto irónicamente. A lo largo de casi medio siglo de carrera cinematográfica, el director británico ensayó muchas formas de dar muerte a sus personajes, ciertamente, pero la verdad es que parece que cuando se encontraba más a gusto era cuando esos crímenes se podían resolver con las propias manos. Habría que remontarse como poco a 1927, con The lodger, y llegar hasta el temible estrangulador de Frenesí (1972), pasando por uno de los mejores, desde mi punto de vista, el ruin Bruno Anthony de Extraños en un tren (1951), que consigue ser fiel al espíritu de los asesinos de Patricia Highsmith, autora de la novela en la que está basada esta última obra. Verlo extasiado al estrangular a una mujer es verdaderamente estremecedor.

No es necesario estrangular con tus propias manos, claro está, para terminar con alguien, porque para eso está la magia negra, la invocación al demonio, el hipnotismo, y otros recursos más o menos pintorescos. O la posibilidad de trabajar para construir algún tipo de artefacto malvado, con los más diversos fines, malignos todos ellos, por supuesto. Y no todos esos villanos son tan evidentemente malencarados, de rostros patibularios y marcas más que evidentes en sus cuerpos. Y digo esto pensando en Peter Pan, ese mozuelo que se negó a crecer desde el momento en el que, a la vuelta a su casa después de un tiempo vagando feliz, descubrió asombrado que no sólo la ventana de la habitación estaba cerrada para él, sino que su madre había tenido un nuevo bebé. A lo que iba, la criatura creada por J. M Barrie cortó la mano al Capitán Garfio, como es sabido, en una de sus peleas, y no se lo ocurrió otra cosa que lanzar el trofeo al cocodrilo, que saboreó la mano como si de ambrosía se tratara y, como era de esperar, desde ese día el saurio no hace sino pensar en cuándo tendrá la oportunidad de volver a saborear la deliciosa carne del malvado pirata.

La prueba a la que es sometido Abraham es igualmente tremenda, cuando no duda en acatar las órdenes de Dios, que le pide que inmole a su único hijo, Isaac, a pesar de que lo habían concebido él y su mujer Sara cuando ambos eran ya muy mayores, y sólo la ayuda del Todopoderoso hizo posible ese nacimiento. Menos mal que, cuando ya el anciano está a punto de descargar el tajo mortal sobre el cuello de Isaac –en una imagen que ha plasmado maravillosamente, entre otros muchos, Rembrandt -, un ángel aparece y lo detiene, una vez comprobada la confianza ciega de Abraham en su Creador. Poco más o menos le sucede a Agamenón, el imponente caudillo heleno, a quien la diosa Ártemis le ordena sacrificar a su hija Ifigenia, para compensarla de sus agravios. En un principio, nada dice la mitología sobre el final de este asunto, de lo que hay que deducir que es realmente sacrificada, como le sucedería con seguridad a la hija de Jefté en el Antiguo Testamento. Con el tiempo, los sacrificios humanos tienden a desaparecer, de manera que son sustituidos por ofrendas de animales. Así, Eurípides presenta en sus dos tragedias sobre Ifigenia la aparición de la diosa, lo que evita el crimen, de manera que la víctima ofrecida a los dioses será un cervatillo, mientras que en el caso de Isaac es un cordero.

Conviene no olvidar una historia de la que se han rodado tres películas, muy diferentes entre sí, pero todas ellas con un punto de partida idéntico. Un pianista sufre un terrible accidente que le lleva a perder sus dos manos. Un cirujano le implanta las de un asesino y, desde ese momento, el músico cree poco menos que estar poseído por esos apéndices y que le obligan a cometer asesinatos. La primera de ella la dirigió uno de los maestro del expresionismo alemán, Robert Weine en 1924 y se tituló Las manos de Orlac. Once años después realiza su versión Karl Freund, con el título de Mad love, y aquí tenemos la variante de que el doctor que ha efectuado la operación está enamorado de la esposa del pianista, lo que añade un nudo dramática suplementario a la trama principal. La versión de 1961 es, desgraciadamente, tanto por su dirección como por su protagonista, perfectamente olvidable, sobre todo al compararla con las dos excelentes obras que la precedieron.

Hablábamos unas líneas arriba de hipnotismo, y de la misma manera que podemos aducir ejemplos de ello en no pocas películas y libros, no quiero dejar pasar esta oportunidad de poner un ejemplo en clave cómica. No de otra forma se puede entender la sesión de hipnotismo a la que somete en un espectáculo de variedades un medio mago medio charlatán, a un despistado Woody Allen, en La maldición del escorpión de jade (2001), lo que le lleva a robar una serie de joyas para el susodicho hipnotizador. El método es el sobradamente conocido: mano que sostiene una bolita que oscila, voz meliflua que va dando instrucciones y, zas, persona sometida a su voluntad. Ni que decir tiene que los momentos humorísticos abundan con un punto de partida semejante.

PRUEBAS Y RECONCIMIENTOS

En muchas ocasiones, el dar la mano a alguien no sólo es prueba de amistad, de saludo, sino también de compromiso, sea éste amoroso, de fidelidad a una causa, etcétera. En el primer acto de una de las más hermosa óperas de G. F. Haendel, y por ende de la historia del género, Ariodante (1735), al noble héroe que protagoniza la obra le ofrece su mano como prueba de fe la princesa Ginebra, él y la toma y ambos entonan una de los duetos que aparecen en esta ópera:

Prendi da questa mano,
Il pegno di mia fé.
Del fato più inumano
Il barbaro rigore,
Mai così bell´ardore
Estinguer possa in me.

El rey entra en esos momentos y toma la mano de su hija y la de Ariodante, caballero que sabe fiel y valiente, y les dice que no se preocupen porque él acepta la promesa de fidelidad y el futuro compromiso matrimonial entre ellos. Por supuesto, durante la trama los amantes tendrán que superar todo tipos de inconvenientes, engaños y traiciones, pero al final, como no podía ser de otra manera, el Amor triunfa y la pareja acaba felizmente unida para siempre.

Lo de ofrecerse las manos como prueba que sella un compromiso matrimonial o cuando menos amoroso, es algo repetido una y otra vez en los ambientes caballerescos, y si no, que se lo pregunte a Tirante el Blanco y a su dama, a Romeo y Julieta, a Amadís de Gaula (sobre quien compuso otra obra maestra Haendel, por cierto) y tantos y tantos otros amantes. De hecho, si consideramos un momento los ritos que acompañan la ceremonia del matrimonio católico, veremos que también los novios unen en un momento dado sus manos, además de ponerse mutuamente los anillos y ofrecerse las arras, y todo ello sin necesidad de tener sangre azul, como es obvio.

No es lo que diríamos una prueba, sino un reconocimiento, lo que hacían los padres romanos al nacer sus hijos, me refiero a los patricios, no a las familias no acomodadas, por descontado, que reconocían a sus hijos levantándolos sobre su cabeza en presencia de testigos tan nobles como ellos. Este acto es conocido, lo sé, pero lo recalco por el uso dramático que luego los escritores y cineastas van a hacer de él. Pongo un único ejemplo: en Antonio y Cleopatra, Shakespeare hace que el primero reconozca al hijo que han tenido ambos con el rito que acabo de referir. Y lo repite Joseph L. Mankiewicz al rodar Cleopatra. ¿Por qué es tan importante aquí? Pues lo es porque con ese acto se gana la ira de los romanos y la no menos peligrosa de Julio César, que sumado a los celos por estar él también enamorado de la reina egipcia, llevará al penoso desenlace de los dos amantes.

ORA ET LABORA

Un impresionante pastor llamado Harry Powell–imitado, parodiado, nunca superado, ¡qué grande Mitchum!–, lleva en sus manos tatuadas dos palabras, AMOR y ODIO; lástima que sus hechos se encaminen más por la segunda que por la primera. El hombre que tendría que ser modelo de su comunidad respira avaricia por todos lo poros de su piel, hasta el punto que su codicia lo lleva a casarse con la viuda de su compañero de celda en la cárcel, por quien sabe que los diez mil dólares que robó siguen ocultos en su granja, ya que se lo confiesa antes de morir en la horca por su delito. Pero eso es sólo el primer paso: asesina a su esposa, en una imagen cuyo decorado se muestra como decorado, curiosamente, pero más asombroso aún es la que sigue a continuación: la mujer sujeta en el coche bajo las aguas de un ¿río, lago, mar?, que mueven pausadamente su cabello. No contento con ello, está dispuesto a matar a sus dos hijastros, y sólo la intervención de la anciana Lilian Gish (maravillosa como lo estaba en las dos obras citadas de Griffith) lo impedirá. Fue la única película que pudo rodar en su vida el actor Charles Laughton -que fue en su momento un fracaso de taquilla -, para decepción de quienes admiramos esa obra magistral (La noche del cazador, 1955).

Y si de oraciones hablamos, y del gesto de las manos en actitud de rezar, nada nos es más fácil que pensar en esas manos orantes del cuadro de Albert Durero, que consiste únicamente en dos manos; no necesita nada más el genial pintor alemán para hacernos sentir la concentración, el silencio, la piedad de la oración del fiel para con Dios. En el otro extremo de la relación del hombre con la divinidad, el lujurioso y genial cromatismo del Miguel Ángel en los techos de la Capilla Sextina, con el momento en el que el dedo índice de Adán está a punto de tocar la mano del Todopoderoso. No hace falta ser muy avispado para darse cuenta que esa imagen es la que inspira un momento famoso de la historia del cine, a saber, las manos de Elliott y de su amigo el extraterrestre en la popularísima película de Steven Spielberg.





¿No son las manos el principal instrumento para el trabajo del hombre? Desde los
tiempos en los que el ser humano comienza a elaborar sus primero útiles, hasta toda la parafernalia tecnológica que a veces nos abruma sobremanera, las manos están en el centro del trabajo. Ello es visible de manera espléndida en algunas de las fotos de Lewis Hine, el gran fotógrafo que, por un lado, testimonió el trabajo infantil para que fuera prohibido por las leyes de su país, y, por otro, fue el testigo no sólo de innumerables trabajos a lo largo de los EE. UU., sino también de la construcción del Empire State Building, en un trabajo documental justamente famoso. Y también en la mano poderosa, creadora de obras de arte, del escultor Brancusi, fotografiada por Wayne Miller.



Para el trabajo, para la oración, para el crimen y para reconocer a los hijos, también como elemento de compromiso matrimonial, de palabra de fidelidad, con las que llorar por los amigos o los hijos muertos, con las que acoger al amante o al hermano que regresa al hogar, testigos del odio o de la amistad, todos los sentimientos y todas las relaciones humanas posibles caben en unas manos. Incluso para escribir y dejar que leas estas líneas que ahora terminan.

                                                                          José María García Pérez