martes, 20 de marzo de 2012

DE LA MANO AL CORAZÓN




                                                       DE LA MANO AL CORAZÓN


En su primer encuentro, el hambriento y pobre poeta romántico Rodolfo, percibe la mano fría de Mimí, la joven vecina de la que, como es inevitable, se enamora a primera vista. Es evidente que en el París de las primeras décadas del siglo XIX se pasaba mucho frío, sobre todo cuando no ganas ni para poderte comprar leña con la que calentarte. Pero tocar esa mano también es sentir el pálpito vital del cuerpo amado, y, por lo tanto, un elemento para la alegría. Por desgracia, la pena suele inundar las obras de Giacomo Puccini, y al igual que les ocurre a tantas de sus heroínas, Mimí tendrá un final lacrimógeno, en un sentido positivo de la palabra: sí, porque acabamos derramando tiernas lágrimas por la desdichada suerte de la joven. De esa manera La Bohème se cierra con un nombre que no puede respondernos, lo sabemos, pero también con un hombre que no puede contener su dolor y que sujeta aquellas manos que ahora han perdido para siempre el poco calor que tenían cuando las tocaba por primera vez. El principio y el fin están en esas manos.

Las manos son esa parte del ser humano en la que, de alguna manera, se compendian muchos sentimientos (odio, venganza, amor, fidelidad, etc.), y de ellos hablaremos en las siguientes líneas. Un caso ejemplar de ellas es el que hace John Ford, pero claro, es que él siempre cuidó mucho la fuerza dramática que se aloja en los pequeños gestos y en los objetos aparentemente más triviales. Ya el crítico Shigehiko Hasumi ha dedicado a ello un texto estupendo, La elocuencia del gesto. Sin embargo, el caudal de casos en los que las manos desempeñan un papel relevante es casi infinito. Pensemos, sin ir más lejos, en una imagen cara al cine fordiano, esa en la que un hombre habla con un ser amado ante su tumba. El diálogo no se interrumpe entre vivos y muertos, porque los primeros siguen contando sus inquietudes a los ausentes, y este es un poderoso leitmotiv que se repite en Ford. Pues bien, las manos de Wyatt Earp colocan amorosamente lanchas sobre la tumba de su hermano recién asesinado, mientras le anuncia que la noticia de su muerte acabará con su anciana madre. El capitán Nathan Britlles hace lo propio ante la tumba de su esposa, pero en lugar de una noche en blanco y negro, aquí lo arropa un asombroso crepúsculo rojizo que anuncia la tormenta en el mismo Monumental Valley. Las palabras siguen uniendo tras la pérdida y, con delicadeza, el oficial que está a punto de jubilarse, riega la tierra que cubre a su amada mujer. Algo similar a lo que hace sobre la tumba de su esposa el juez Priest en la película que lleva su nombre y que dirigió Ford en 1934.

Pero no sólo las manos unen en cierta medida a los que habitan este mundo con los del otro, sino también con aquellos que están a punto de pasar al segundo grupo. Es el caso de uno de tres ladrones que han cometido un robo y que se han adentrado en el desierto a fin de evitar a los hombres del sheriff. Tras haber recogido a un bebé recién nacido y haber enterrado a su madre, que se lo encomienda antes de expirar, uno de ellos, el más joven, The Abilene Kid, se ha roto una pierna, no puede continuar y, en consecuencia, la muerte le aguarda. Sin embargo, uno de sus compañeros sostiene al bebé en una mano y con la otra sujeta su sombrero por encima de su cabeza, para que el sol no moleste a su amigo en sus últimos momentos de vida. Pocas veces se ha dado una muestra de amistad tan reveladora, por la sencillez del planteamiento, a la vez que por lo emotivo del gesto (Tres padrinos, 1948).



Pero en el western también podemos ser testigos con la misma facilidad del odio más visceral, como lo prueba el arranque de Winchester 73 (Anthony Mann). En un concurso de tiro, los participantes han de depositar sus revólveres junto a la oficina del sheriff. Pues bien, en un momento dado, y sin que sepamos por qué, dos de ellos se ven y como si hubieran visto a una serpiente cascabel, ambos hacen el gesto de desenfundar para acabar con el otro. De ahí en adelante averiguaremos que son hermanos, que su padre los enseñó a disparar, y de hecho cogen el rifle y disparan de la misma manera, lo que no deja de ser un gesto inquietante, toda vez que veremos que son como la cara y la cruz del ser humano, y ya adivinamos que serán los finalistas del concurso, cuyo premio es el arma que da título a la película, y que los une un odio feroz.

Y para terminar con este género, a la hora de poner ejemplos, uno un poco menos dramático, y que hemos visto también en numerosas ocasiones en otros géneros muy dispares. Me refiero al de alguien que observa una partida de cartas, de póquer por lo común, y que hace gestos a uno de los jugadores para indicarle el juego que tiene uno de sus contrincantes. Eso lo que hace Chihuahua, la mestiza enamorada de Doc Holiday, a éste señalando las cartas que tiene Wyatt Earp, lo que no deja de apreciar éste último y, en consecuencia, dejar la partida (de nuevo Ford, esta vez en una escena de My Darling Clementine). No deja de resultar llamativo, por último, que quienes hacen trampas suelen tener mal final en el cine fordiano, basta con recordar el tahúr de Tres hombres malos, el jugador sureño de La diligencia o la propia Chihuahua.
DEL AMOR
A nadie puede extrañarle que, si de manos hablamos, sea imprescindible dedicar un apartado al sentimiento amoroso. Y es que las manos a veces dicen más de lo que pueden llegar a decir las palabras. En efecto, ¿cómo si no interpretar un bellísimo gesto visible en El nacimiento de una nación (David W. Griffith, 1915)? Acabada la Guerra Civil norteamericana, un oficial sureño, retorna al hogar. ¿Y qué es lo que le espera, tras años de batallas, muertes, dolor y derrota? Pues el amor de una familia y el calor de un hogar. Y amor y calor están mostrados mediante una forma simple, eficaz, emocionante: al llegar a su casa, llama a la puerta –no tiene llave porque su mansión ha sido destruida, y ahora su familia vive en una casa más sencilla -. La puerta se abre pero, contra lo que esperaríamos como espectadores, es decir, que sus hermanas salieran a recibirlo abrumadas por el reencuentro, lo que se nos muestra es unos brazos que se aproximan al Pequeño Coronel y lo introducen amorosamente en el que desde ese momento va a constituir su hogar. No hay duda de que si ese recibimiento se hubiera mostrado de la manera digamos convencional, el momento hubiera sido también emotivo, pero creo que lo es más precisamente por ese abrazo de acogida que parece como si no sólo se lo dieran sus seres queridos sino también su propio hogar.


En otra obra maestra de este pionero del séptimo arte, tenemos más casos de la importancia de los gestos en lo que intervienen las manos. En Las dos tormentas, Lilian Gish ha sido expulsada de la granja donde había sido acogida por los padres del chico del que está enamorada, y él de ella. En uno de esos momentos mágicos que sólo muy de tarde en tarde se puede contemplar en una pantalla, ella está en un lugar que ni conoce ni le importa, pues su pena por no volver a ver al amor de su vida ahoga cualquier otra consideración; y, sin ella saberlo, muy, muy cerca, se aproxima él. De nuevo esperaríamos un reencuentro entre los amantes, como espectadores acomodados que somos. Pero no, ese no se produce, pero sí la inquietud de la joven, que parece presentir la presencia del hombre, y esa especie de instinto amoroso le lleva además a levantar los brazos, extendiéndolos como para poder tocar si quiera al objeto de sus desvelos (ese reencuentro no tendrá lugar hasta el final de la película). Hay quien ha hablado de poesía ante semejante escena, y ha hecho muy bien.

Por otra parte, a veces los objetos tienen un valor inequívocamente metafórico, como ya hemos visto en algún caso. Dando un gran salto en el tiempo, pero sin dejar la senda de los maestros del cine, es imposible no recordar una película de Jean-Luc Godard en la que, en primer lugar, vemos las manos masculinas que recorren el cuerpo desnudo femenino, imagen que se enlaza con otra en la que otras manos (¿las mismas?, no lo recuerdo bien, como tampoco en qué obra aparece, pero eso no importa) tocan un violonchelo. ¿Qué quiere decir ese encadenado visual? Pues muy sencillo, transmitir que el personaje toca con el mismo amor a su novia ya a su instrumento musical, que ese gesto de pasión sirve tanto para acariciar a un ser humano tanto como a un chelo. En este caso, tal vez nos llegue menos la emoción por la consciente mediación cerebral que debe ponerse en marcha para interpretar las imágenes, pero aún así, es hermoso.

Pocas veces nos es dado mirar fascinados ante una pantalla con una historia donde hasta el nombre amour fou se queda corto. Y es que asistimos al amor sin límites de un lanzador de cuchillos por la bella Nanon, la hija del dueño del circo (interpretado por una jovencísima y no menos hermosa Joan Crawford). Hasta aquí todo normal, puesto que hemos visto otras historias de amor ambientadas en el circo, en Freaks (1931), sin ir más lejos, del mismo director que ésta, con una atmósfera no menos enfermiza y con un ambiente claustrofóbico, por cierto. Pero el es un delincuente que se refugia en el circo para no ser atrapado por la policía, y para ello se hace pasar por manco, de tal manera que dispara con un rifle y lanza los cuchillos con los pies en unos números de gran éxito de público, y que hace que todos conozcan al gran Alonzo the armless (curiosamente, la obra se sitúa en el viejo Madrid). Ahora bien, ella odia que la toquen con las manos, lo que le hace rechazar a su principal pretendiente, Malabar, el forzudo. Alonzo, sabedor de ello y amador como pocos, se hace cortar los brazos para que ella lo ame. No se puede calibrar la decepción, el disgusto, la ira que le hierve en sus adentros cuando, tras ese sacrificio supremo, descubre que la gitana se ha enamorado de Malabar, de quien no parece molestarle ahora lo más mínimo sus abrazos y caricias. Como no podía ser de otra manera, el final no puede estar más alejado del típico happy ending, por más que, como ya ha pasado en otras ocasiones, algunas copias de esta película colocaron un falso final feliz, que atentaba contra todo lo que era el espíritu y la letra de la maravillosa Garras humanas (título un tanto absurdo para un original mucho más ajustado, como casi siempre suele serlo, The Unknown, 1927).

Las manos pueden ser, lo son de hecho, elementos fundamentales en el amor, por lo que suponen de roces, caricias, etc. Eso es lo que hace, como no podía se de otro modo, que los poetas las tengan tan presentes en sus versos. Y si de alguno podemos decir que esto es así en grado supremo, ese es el gran Pablo Neruda. Y lo prueba, entre otros muchos poemas, ese que lleva por título, precisamente, Tus manos:

Cuando tus manos salen,
Amor, hacia las mías,
Qué me traen volando?
Por qué se detuvieron
En mi boca, de pronto,
Por qué las reconozco
Como si entonces, antes,
Las hubiera tocado,
Como si antes de ser
hubieran recorrido
Mi frente, mi cintura? (…)
Los años de mi vida
Yo caminé buscándolas.
Subí las escaleras,
Crucé arrecifes,
Me llevaron los trenes,
Las aguas me trajeron,
Y en la piel de las uvas
Me pareció tocarte.
La madera de pronto
Me trajo tu contacto,
La almendra me anunciaba
Tu suavidad secreta,
Hasta que se cerraron
Tus manos en mi pecho
Y allí como dos alas
Terminaron su viaje.

DEL DOLOR
A través de las manos, no pocas veces, se pueden experimentar el sufrimiento. Pongámonos en la piel de Michael Corleone, en una escena que ya hemos comentado en este blog. En El padrino III, el patriarca de la familia Corleone, envejecido y atormentado por sus muchos y terribles crímenes –como reconoce el obispo que lo confiesa y que le asegura que no puede absolverlo de ellos -, decide traspasar su puesto en la familia a su sobrino. Pero lo que aquí nos interesa es la ópera en la que debuta como tenor su hijo. La representación es un rotundo triunfo, y a la salida, unos asesinos a sueldo intentan asesinar a Michael, con tan mala fortuna que matan a su hija. En la escalera del teatro, mientras todo a su alrededor es un caos y la banda sonora enmudece, Michael se cubre el rostro con sus manos y, cuando se las aparta su esposa, su cara expresa un gesto de dolor infinito que se completa con un aullido inaudible. No transcurrirán muchos minutos de film para que, como ya le sucedió a su padre, perezca en un jardín. Se cierra el ciclo y la trilogía más espléndida que nos ha dado el cine.
No obstante, el dolor puede ser más físico, si se me permite la expresión, como ya lo padecía el James Stewart que tantos papeles atormentados hizo en los westerns de Anthony Mann. En El hombre de Laramie, el jefe de sus enemigos y rival por motivos que no son del caso en este momento, le pega un tiro en su mano derecha para que no pueda tomar la venganza contra él. Algo parecido le pasa en Tierras lejanas, donde tendrá que valerse de su astucia y de su rifle para dar su merecido a los villanos, tras haber perdido su habilidad con el revólver en un tiroteo a traición a manos de estos.

En ocasiones, el dolor es la plasmación de algún tipo de castigo por muy diferentes razones. Ilustrativo es el caso de Eddie Felson, el genial jugador de billar de El buscavidas (Robert Rossen, 1961), que al querer estafar a unos palurdos en la mesa de billar, haciendo como que es un novato, descubren que se trata de un verdadero profesional. Descubrirlo y querer hacérselo pagar es todo uno, y la forma contundente que tiene para ello es romperle los nudillos de su mano. Claro que hay quienes no necesitan que nadie se los rompa, como el adolescente Jim Stark, que en el inolvidable arranque de Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), el sufrimiento que lo reconcome es más que suficiente para que, ante la propuesta de un policía de que si quiere pegar a alguien, puede hacerlo contra la mesa de la comisaría en la que se encuentran, empiece a dar terrible puñetazos contra ese mueble, hasta que ya no puede soportar el dolor. Puede darse el caso, sin embargo, de que se trate de respetar los códigos de la mafia, como es la yakuza japonesa, de manera que quienes incumplan sus leyes, tiene que cortarse un dedo, que es lo que hace Robert Mitchum en la película Yakuza, dirigida en 1974 por Sydney Pollack.

DEL MAL

No creo que muchos directores de cine se hayan propuesto la búsqueda de nuevas formas de matar, y lo hayan hecho con tanto éxito, como Alfred Hitchcock, lo que él mismo reconocía un tanto irónicamente. A lo largo de casi medio siglo de carrera cinematográfica, el director británico ensayó muchas formas de dar muerte a sus personajes, ciertamente, pero la verdad es que parece que cuando se encontraba más a gusto era cuando esos crímenes se podían resolver con las propias manos. Habría que remontarse como poco a 1927, con The lodger, y llegar hasta el temible estrangulador de Frenesí (1972), pasando por uno de los mejores, desde mi punto de vista, el ruin Bruno Anthony de Extraños en un tren (1951), que consigue ser fiel al espíritu de los asesinos de Patricia Highsmith, autora de la novela en la que está basada esta última obra. Verlo extasiado al estrangular a una mujer es verdaderamente estremecedor.

No es necesario estrangular con tus propias manos, claro está, para terminar con alguien, porque para eso está la magia negra, la invocación al demonio, el hipnotismo, y otros recursos más o menos pintorescos. O la posibilidad de trabajar para construir algún tipo de artefacto malvado, con los más diversos fines, malignos todos ellos, por supuesto. Y no todos esos villanos son tan evidentemente malencarados, de rostros patibularios y marcas más que evidentes en sus cuerpos. Y digo esto pensando en Peter Pan, ese mozuelo que se negó a crecer desde el momento en el que, a la vuelta a su casa después de un tiempo vagando feliz, descubrió asombrado que no sólo la ventana de la habitación estaba cerrada para él, sino que su madre había tenido un nuevo bebé. A lo que iba, la criatura creada por J. M Barrie cortó la mano al Capitán Garfio, como es sabido, en una de sus peleas, y no se lo ocurrió otra cosa que lanzar el trofeo al cocodrilo, que saboreó la mano como si de ambrosía se tratara y, como era de esperar, desde ese día el saurio no hace sino pensar en cuándo tendrá la oportunidad de volver a saborear la deliciosa carne del malvado pirata.

La prueba a la que es sometido Abraham es igualmente tremenda, cuando no duda en acatar las órdenes de Dios, que le pide que inmole a su único hijo, Isaac, a pesar de que lo habían concebido él y su mujer Sara cuando ambos eran ya muy mayores, y sólo la ayuda del Todopoderoso hizo posible ese nacimiento. Menos mal que, cuando ya el anciano está a punto de descargar el tajo mortal sobre el cuello de Isaac –en una imagen que ha plasmado maravillosamente, entre otros muchos, Rembrandt -, un ángel aparece y lo detiene, una vez comprobada la confianza ciega de Abraham en su Creador. Poco más o menos le sucede a Agamenón, el imponente caudillo heleno, a quien la diosa Ártemis le ordena sacrificar a su hija Ifigenia, para compensarla de sus agravios. En un principio, nada dice la mitología sobre el final de este asunto, de lo que hay que deducir que es realmente sacrificada, como le sucedería con seguridad a la hija de Jefté en el Antiguo Testamento. Con el tiempo, los sacrificios humanos tienden a desaparecer, de manera que son sustituidos por ofrendas de animales. Así, Eurípides presenta en sus dos tragedias sobre Ifigenia la aparición de la diosa, lo que evita el crimen, de manera que la víctima ofrecida a los dioses será un cervatillo, mientras que en el caso de Isaac es un cordero.

Conviene no olvidar una historia de la que se han rodado tres películas, muy diferentes entre sí, pero todas ellas con un punto de partida idéntico. Un pianista sufre un terrible accidente que le lleva a perder sus dos manos. Un cirujano le implanta las de un asesino y, desde ese momento, el músico cree poco menos que estar poseído por esos apéndices y que le obligan a cometer asesinatos. La primera de ella la dirigió uno de los maestro del expresionismo alemán, Robert Weine en 1924 y se tituló Las manos de Orlac. Once años después realiza su versión Karl Freund, con el título de Mad love, y aquí tenemos la variante de que el doctor que ha efectuado la operación está enamorado de la esposa del pianista, lo que añade un nudo dramática suplementario a la trama principal. La versión de 1961 es, desgraciadamente, tanto por su dirección como por su protagonista, perfectamente olvidable, sobre todo al compararla con las dos excelentes obras que la precedieron.

Hablábamos unas líneas arriba de hipnotismo, y de la misma manera que podemos aducir ejemplos de ello en no pocas películas y libros, no quiero dejar pasar esta oportunidad de poner un ejemplo en clave cómica. No de otra forma se puede entender la sesión de hipnotismo a la que somete en un espectáculo de variedades un medio mago medio charlatán, a un despistado Woody Allen, en La maldición del escorpión de jade (2001), lo que le lleva a robar una serie de joyas para el susodicho hipnotizador. El método es el sobradamente conocido: mano que sostiene una bolita que oscila, voz meliflua que va dando instrucciones y, zas, persona sometida a su voluntad. Ni que decir tiene que los momentos humorísticos abundan con un punto de partida semejante.

PRUEBAS Y RECONCIMIENTOS

En muchas ocasiones, el dar la mano a alguien no sólo es prueba de amistad, de saludo, sino también de compromiso, sea éste amoroso, de fidelidad a una causa, etcétera. En el primer acto de una de las más hermosa óperas de G. F. Haendel, y por ende de la historia del género, Ariodante (1735), al noble héroe que protagoniza la obra le ofrece su mano como prueba de fe la princesa Ginebra, él y la toma y ambos entonan una de los duetos que aparecen en esta ópera:

Prendi da questa mano,
Il pegno di mia fé.
Del fato più inumano
Il barbaro rigore,
Mai così bell´ardore
Estinguer possa in me.

El rey entra en esos momentos y toma la mano de su hija y la de Ariodante, caballero que sabe fiel y valiente, y les dice que no se preocupen porque él acepta la promesa de fidelidad y el futuro compromiso matrimonial entre ellos. Por supuesto, durante la trama los amantes tendrán que superar todo tipos de inconvenientes, engaños y traiciones, pero al final, como no podía ser de otra manera, el Amor triunfa y la pareja acaba felizmente unida para siempre.

Lo de ofrecerse las manos como prueba que sella un compromiso matrimonial o cuando menos amoroso, es algo repetido una y otra vez en los ambientes caballerescos, y si no, que se lo pregunte a Tirante el Blanco y a su dama, a Romeo y Julieta, a Amadís de Gaula (sobre quien compuso otra obra maestra Haendel, por cierto) y tantos y tantos otros amantes. De hecho, si consideramos un momento los ritos que acompañan la ceremonia del matrimonio católico, veremos que también los novios unen en un momento dado sus manos, además de ponerse mutuamente los anillos y ofrecerse las arras, y todo ello sin necesidad de tener sangre azul, como es obvio.

No es lo que diríamos una prueba, sino un reconocimiento, lo que hacían los padres romanos al nacer sus hijos, me refiero a los patricios, no a las familias no acomodadas, por descontado, que reconocían a sus hijos levantándolos sobre su cabeza en presencia de testigos tan nobles como ellos. Este acto es conocido, lo sé, pero lo recalco por el uso dramático que luego los escritores y cineastas van a hacer de él. Pongo un único ejemplo: en Antonio y Cleopatra, Shakespeare hace que el primero reconozca al hijo que han tenido ambos con el rito que acabo de referir. Y lo repite Joseph L. Mankiewicz al rodar Cleopatra. ¿Por qué es tan importante aquí? Pues lo es porque con ese acto se gana la ira de los romanos y la no menos peligrosa de Julio César, que sumado a los celos por estar él también enamorado de la reina egipcia, llevará al penoso desenlace de los dos amantes.

ORA ET LABORA

Un impresionante pastor llamado Harry Powell–imitado, parodiado, nunca superado, ¡qué grande Mitchum!–, lleva en sus manos tatuadas dos palabras, AMOR y ODIO; lástima que sus hechos se encaminen más por la segunda que por la primera. El hombre que tendría que ser modelo de su comunidad respira avaricia por todos lo poros de su piel, hasta el punto que su codicia lo lleva a casarse con la viuda de su compañero de celda en la cárcel, por quien sabe que los diez mil dólares que robó siguen ocultos en su granja, ya que se lo confiesa antes de morir en la horca por su delito. Pero eso es sólo el primer paso: asesina a su esposa, en una imagen cuyo decorado se muestra como decorado, curiosamente, pero más asombroso aún es la que sigue a continuación: la mujer sujeta en el coche bajo las aguas de un ¿río, lago, mar?, que mueven pausadamente su cabello. No contento con ello, está dispuesto a matar a sus dos hijastros, y sólo la intervención de la anciana Lilian Gish (maravillosa como lo estaba en las dos obras citadas de Griffith) lo impedirá. Fue la única película que pudo rodar en su vida el actor Charles Laughton -que fue en su momento un fracaso de taquilla -, para decepción de quienes admiramos esa obra magistral (La noche del cazador, 1955).

Y si de oraciones hablamos, y del gesto de las manos en actitud de rezar, nada nos es más fácil que pensar en esas manos orantes del cuadro de Albert Durero, que consiste únicamente en dos manos; no necesita nada más el genial pintor alemán para hacernos sentir la concentración, el silencio, la piedad de la oración del fiel para con Dios. En el otro extremo de la relación del hombre con la divinidad, el lujurioso y genial cromatismo del Miguel Ángel en los techos de la Capilla Sextina, con el momento en el que el dedo índice de Adán está a punto de tocar la mano del Todopoderoso. No hace falta ser muy avispado para darse cuenta que esa imagen es la que inspira un momento famoso de la historia del cine, a saber, las manos de Elliott y de su amigo el extraterrestre en la popularísima película de Steven Spielberg.





¿No son las manos el principal instrumento para el trabajo del hombre? Desde los
tiempos en los que el ser humano comienza a elaborar sus primero útiles, hasta toda la parafernalia tecnológica que a veces nos abruma sobremanera, las manos están en el centro del trabajo. Ello es visible de manera espléndida en algunas de las fotos de Lewis Hine, el gran fotógrafo que, por un lado, testimonió el trabajo infantil para que fuera prohibido por las leyes de su país, y, por otro, fue el testigo no sólo de innumerables trabajos a lo largo de los EE. UU., sino también de la construcción del Empire State Building, en un trabajo documental justamente famoso. Y también en la mano poderosa, creadora de obras de arte, del escultor Brancusi, fotografiada por Wayne Miller.



Para el trabajo, para la oración, para el crimen y para reconocer a los hijos, también como elemento de compromiso matrimonial, de palabra de fidelidad, con las que llorar por los amigos o los hijos muertos, con las que acoger al amante o al hermano que regresa al hogar, testigos del odio o de la amistad, todos los sentimientos y todas las relaciones humanas posibles caben en unas manos. Incluso para escribir y dejar que leas estas líneas que ahora terminan.

                                                                          José María García Pérez