miércoles, 20 de noviembre de 2013


SEGUNDA OPORTUNIDAD

                No ha tenido suerte ni educación en la vida: no sabemos nada de sus padres, el juez no lo envía a prisión por una agresión gratuita en la calle contra otro joven porque va a tener un bebé, pero lo condena a trabajos para la comunidad. El padre de su chica le propone darle cinco mil libras si desaparece y la deja y, por si esto fuera poco, unos matones van buscándolo para matarlo por haberlos atacado. Con una historia así de base, nada bueno hace presagiar la vida de Robbie, el joven delgado, nervioso, brusco y cuyo único enlace emocional es su novia y, poco después, su hijo.  Y, sin embargo, el tipo que se encarga de los condenados es un hombre afable, que sabe ver lo bueno que yace bajo años de violencia y odio, y le enseña a distinguir whiskies, hasta el punto Robbie  descubre que tiene una gran facilidad para ello. No vamos a detenernos en las mil y una peripecias de esta trama, pero sí merece la pena hablar aquí de la redención que se deriva de esa segunda oportunidad, y hay que reconocer que pocas veces se ha dado una que se haya aprovechado mejor que el protagonista de La parte de los ángeles (The Angels´ share, 2012), una película de contagioso optimismo y cargada de una esperanza cada vez más ausente en el mundo que nos rodea, pero que aquí sí es consecuente con la muy interesante carrera del realizador británico Ken Loach.
       Por desgracia, otros no van a tener la misma fortuna que Robbie, y si no que se lo pregunten a ese músico legendario capaz de cualquier cosa con su lira y su canto. En efecto, Orfeo, como ya hemos dicho en otra ocasión, perdió a su jovencísima esposa poco después de los esponsales, mordida por una serpiente. Él no se resignó a no volver a tener a Eurídice a su lado y se fue al Hades, ese lugar al que iban los muertos en la mitología griega. Con su música detuvo los tormentos eternos de algunos condenados (Ixión, Tántalo, etc.) y logró que el dios Plutón y su esposa Deméter consintieran en satisfacer sus deseos, con una sola condición: no podría volver la mirada a su esposa hasta que hubieran salido del reino de los muertos. El final es sabido: la impaciencia de Orfeo pudo más que todo y un poquito antes de llegar al límite del Hades, donde llegaba ya incluso la luz del mundo de los vivos, se volvió a mirarla. En mala hora, Eurídice regresó al lugar de donde había salido, y Orfeo perdió su segunda oportunidad, que a nadie se le había concedido anteriormente.   
 
       Como trasunto que es de esa hermosa historia mitológica, el detective John “Scottie” Ferguson encuentra sin saberlo a la Madeleine de la que se había enamorado, y que no cesa de añorar tras haber sido incapaz de impedirle que se tirase desde el campanario de una misión de los jesuitas en California. La vulgar Judy –él no lo sabe, pero es la que él creía auténtica Madeleine -, y poco a poco intenta reconstruirla tal y como era: sus vestidos, su peinado, su forma de caminar… No obstante, y al igual que le sucede a su sosias Orfeo, al final vuelve a perderla, por no haberse resignado a disfrutar una vida normal con una mujer que lo amaba. Y lo peor es que ello ocurre en la misma torre de la misma misión, adonde ha arrastrado a Judy al descubrir que ambas mujeres son la misma. Cae al vacío ella y él se queda atónito, poco menos que enloquecido, con los brazos abierto y la mirada hacia el suelo… dejándonos, de paso, el final de una de las mejores películas de la historia del cine, Vértigo (Alfred Hitchcock, 1956).
 

AL SALIR DE LA CÁRCEL
         En ocasiones, la segunda oportunidad está asociada a un último golpe, y pocas veces el último golpe acaba bien en el cine o la literatura. Mencionamos en otra entrada la vida del gánster Roy Earle, que sale de la cárcel y prepara el robo que hará que pueda retirarse para siempre. Nada parece salir como planeó Roy, entre otras cosas porque sus ayudantes son una panda de incompetentes, él ayuda a una familia que le paga con la ingratitud y suma y sigue. Su muerte a manos de la policía en una montaña –no en vano la película se titula High Sierra, 1941- frustrará esa ilusión. Y ocho años después, el mismo director adapta esa estupenda historia a un extraordinario western que se llamará Colorado Territory (Raoul Walsh, 1949). Ahora el forajido que sale de la prisión es Wes McQueen (Joel McCrea), intenta un golpe que lo pueda jubilar para, finamente, acabar abatido por las fuerzas del orden; el consuelo es que esta vez, al menos, muere también la mujer que ama, unidos ambos de la mano en la muerte, en otro memorable final.
          ¿Y si esa oportunidad no fuera exactamente ni abandonar la cárcel ni dar el último golpe? Eso es lo que podría pensar un ser humano tan peculiar como el recluso de El hombre de Alcatraz (Birdman of Alcatraz, John Frankenheimer, 1962), condenado a cadena perpetua y que, con el paciente estudio de libros y de lo que ve a diario – tiempo le sobra, obviamente, y aunque no pueda hacer un trabajo de campo propiamente dicho, aprovecha muy bien lo que observa-  elabora libros y artículos sobre los pájaros, hasta el punto de convertirse en poco menos que una autoridad en la materia. No cabe duda que el Burt Lancaster actor era un tipo de mil y un registros, desde la comedia hasta el género aventurero o el cine negro, pero lo que cada vez se nos antoja más evidente es que su olfato como productor lo condujo a emprender una serie de películas en los años cincuenta que hoy son admiradas por todos los espectadores, como por ejemplo, El dulce sabor del éxito de Alexander Mackendrick, Veracruz de Robert Aldrich, Los que no perdonan de John Huston o esta misma de la que estamos hablando.
       
          Claro que al menos a ese ornitólogo le queda, digámoslo así, la satisfacción de llegar a ser alguien, de hacer con su vida hasta cierto punto lo que quiere -dentro de una cárcel, no lo olvidemos - y que, con el tiempo, su nombre será reconocido por la sociedad. No tiene esa misma suerte, ni de lejos, Eddie Taylor, entre otras cosas porque no tiene ni una salida de la prisión con los planos característicos de, por ejemplo, las películas de Raoul Walsh. Sí, entró allí por un robo, y él sabe que mereció esa pena. Confía, sin embargo, que al salir tendrá alguna oportunidad; nada más lejos de la realidad. Su jefe lo echa del trabajo sin darle explicaciones, los dueños del motel en el que pasa su luna de miel llaman a la policía para cobrar la recompensa, volverá a robar... Sólo los minutos del nacimiento de su hijo, en una cabaña abandonada, parecen ser un respiro en su huida hacia ninguna parte. De nuevo la policía lo está esperando, y esta vez no le queda ni el consuelo de morir atravesado por la balas de la policía como a Roy Earle o a Wes McQueen, puesto que muere en la silla eléctrica, un poco antes de que llegue la comunicación por teletipo de su inocencia, cosa que desde el primer momento ya sabía el espectador. Pocas veces el cine de Fritz Lang fue tan intenso, tan negro, tan desgarrador como en Sólo se vive una vez (1937). 

PROFESIONALES
         A miles de millas de esa famosa isla que fue presidio y dio inspiración para algunas muy buenas películas, un grupo de pilotos se juega la vida para llevar el correo en un lugar inhóspito de Suramérica, rodeados de peligrosos desfiladeros, con un tiempo terrible y con aviones que no son precisamente los de hoy. Uno de esos pilotos, Bart Kilgallen (Richard Barthelmess) tuvo un accidente y motivó la muerte de su compañero, hermano de Kid Dabb. Ese comportamiento nada profesional es siempre muy mal visto en el cine de Howard Hawks, donde prima sobre todas las cosas la profesionalidad, pero esta vez Bart va a disponer de otra oportunidad. Se ofrece a hacer un vuelo casi suicida para llevar el correo en medio de una tormenta, y en ese vuelo morirá también Kid, si bien la diferencia es que en este caso Bart sí hizo todo lo posible por salvarlo, de modo que se gana el respeto y el afecto de sus compañeros. Sólo los ángeles tienen alas es una formidable incursión en el cine de aventuras de ese maestro que es Hawks, y en su cine no será la única vez que un personaje puede redimirse, por ejemplo, de su afición por el alcohol, como es el caso de Dean Martin en Río Bravo y Robert Mitchum en Eldorado, que en realidad es casi, casi la misma historia, con muy pocas modificaciones, algo bastante habitual en el cine del realizador americano. Por cierto que en ese último western de 1967 Cole Thornton (John Wayne) dispara a Nelse McLeod (Christopher George) antes de que éste pueda desenfundar, ante lo cual, el pistolero le reprocha a Wayne: "No me has dado ninguna oportunidad", a lo que el otro apostilla: "Eres demasiado bueno".
        Un guardaespaldas que no pudo evitar el asesinato de John F. Kennedy en Dallas va a tratar de que no se repita la historia con el presidente al que ahora le toca proteger, seguramente no mucho antes de jubilarse, porque la edad es algo evidente respecto a sus compañeros, mucho más jóvenes en general, que no pierden ocasión para tomarle el pelo a propósito de sus años. El problema es que así como él está seguro de que habrá un intento de asesinato –es el único en considerar como amenaza real uno de los muchos anónimos que llegan a la Casa Blanca -, nadie en el cuerpo de seguridad parece compartir su certeza. Finalmente no sólo demostrará que tenía razón en sus sospechas en lo que refiere al magnicidio, sino también acabará él sólo con el asesino, interpretado por ese hombre tan inquietante como es John Malkovich. El guardaespaldas es ni más ni menos que Clint Eastwood, en uno de sus últimos papeles en una película ni dirigida por él, y la obra se titula En la línea de fuego (In the line of fire, Wolfgang Petersen, 1993).        
         Las segundas oportunidades suelen ser una forma de redención de un error, de un pecado, de un paso en falso dado anteriormente. No obstante, ese paso también puede demostrar que sí, que podrá acertarse a hacer algo mejor, incluso a ser el mejor en algo, pero el precio que se ha pagado por ello es demasiado alto. Estoy pensando en esa maravilla que es El buscavidas (The hustler, Robert Rossen, 1961), en la que Eddie Nelson, el jugador de billar sobresaliente, logra ser el mejor, siguiendo los consejos de Bert Gordon. Lo malo es que para llegar a esa punto de su vida ha tenido que perder a la mujer que lo amaba, que le aconsejó lo que tenía que hacer, que sólo le pedía que la quisiera como ella a él…y no siguió ninguno de sus consejos.  La consecuencia: ha triunfado, qué duda cabe, pero a costa de estar solo, de no tener quien lo quiera ni a quien querer. Nunca una segunda oportunidad había sido más dolorosa, más amarga, nunca había dejado semejante sabor a derrota.
           El equipo Dédalo nunca pudo viajar al espacio en los años setenta porque el programa en el que trabajaban fue clausurado. Treinta años después, esos cuatro astronautas se unen de nuevo para tripular una nave que los lleve fuera de la tierra para solucionar los problemas de un satélite soviético y que no caiga a nuestro planeta. Poder emprender ese viaje postergado – para siempre, parecía – es un reto y un motivo de orgullo para los cuatro jubilados. Claro que nada es tan fácil en esta vida: una vez en el espacio descubren que el satélite tiene en su interior varios misiles nucleares, de forma que tienen que conducirlo a la luna para que no suponga una amenaza para la tierra. Será Hawk Hawkins (Tommy Lee  Jones) quien se proponga como voluntario para llevarlo allí, pues  a fin de cuentas sabe que tiene un cáncer terminal; de esa forma no sólo salvará a sus compañeros de un viaje sin retorno, sino que cumplirá su mayor sueño: pisar la luna (Space Cowboys, Clint Eastwood, 2000). 
EN EL AMOR
            Como es lógico, también se puede empezar de cero en una nueva relación sentimental, o lo que es lo mismo, tener esa segunda oportunidad de la que venimos hablando. Es lo que le ocurre a Miles (Paul Giamatti), profesor de literatura en secundaria en un anónimo instituto, como lo es él, a su pesar, ya que ha escrito una voluminosa y ambiciosa novela que nadie quiere publicar. Pues bien, un año después de un divorcio que no parece haber superado aún, se aproxima la boda de su mejor amigo, con el que se va una semana a hacer catas de vino, jugar al golf y, en definitiva, a relajarse. El objetivo no era muy difícil de alcanzar, sino fuera porque su amigo se empeña en acostarse con todo aquello que se mueve, en tanto Miles se va dando cuenta de que una camarera a la que ya conocía llamada Maya es un ser especial, entrañable, de buen corazón, a quien le interesa leer su novela y que, para colmo, entiende tanto de vinos como él mismo, que es lo más importante para un tipo como Miles. Tras muchos vaivenes en la historia, y no menos malentendidos, todo acaba en el momento que él llama a la puerta de Maya, quien lo ha perdonado y a quien le encanta su novela. No vemos abrirse esa puerta porque hay un fundido a negro, pero de lo que no cabe duda es que estamos ante una película amena y más profunda de lo que aparentemente puede parecer, Entre copas (Sideways, Alexander Payne, 2004).

         También espera tener una segunda oportunidad en la relación con su esposa el psicólogo Malcom Crowe (Bruce Willis), tras recuperarse –aparentemente - de un tiro que le ha pegado uno de sus pacientes -tras lo cual el joven se suicida- y, de hecho, así se lo dice en un restaurante. Lo que él ignora, y nosotros con él, es que la verdadera segunda oportunidad surge al poder ayudar a Cole Sear (Haley Joel Osment), un niño que parece tener extrañas visiones, y ya que no pudo ayudar al anterior paciente, al menos lograrlo con él. La verdad es que logra ambos objetivos, puesto que el muchacho asume su “rareza” y al final Malcom se reconcilia con su mujer, pero no de la forma que esperaba, puesto que lejos estaba de saber, y eso constituye una de las grandes sorpresas de la película, que el chico sí ve a muertos, que acuden a él en busca de ayuda para poder descansar en paz y que, en último término, el psicólogo es uno más de ellos, y gracias a la ayuda del niño él puede descansar en paz y lograr que su mujer pueda superar esa pérdida terrible (El sexto sentido, The sixth sense, M. Night Nyamalan, 1999).

      Del amor y del desamor trata el viaje que emprenden por la Riviera Francesa el matrimonio compuesto por Mark (Albert Finney) y Joana (Audrey Hepburn), en el que reviven sus románticos inicios como pareja, los primeros años de su matrimonio y sus respectivas infidelidades. Con el paso del tiempo los dos han cambiado tanto que no sólo les cuesta reconocer al otro, sino incluso reconocerse a sí mismos. Y las preguntas tanto para ellos como para el espectador no puede ser más que: ¿tendrán tiempo de solucionar sus desavenencias, tendrán el valor de seguir juntos después de tantas experiencias, positivas y negativas, compartidas o, por el contrario, optarán por reunir el coraje suficiente para acabar con una relación que ya parecía haber acabado mucho tiempo atrás (Dos en la carretera, Two for the road, Stanley Donen, 1967).

LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD
        Puede darse el caso, todo hay que decirlo, de que nos encontremos con una persona que haya tenido varias oportunidades y las haya aprovechado todas, como es el caso de la carrera política de Frank Skeffington (Spencer Tracy), puesto que ha sido elegido alcalde de una ciudad de Nueva Inglaterra  en varias ocasiones. Justamente por eso, el presente nos hace temer que la que vamos a presenciar será la última –por edad, dado que ya es un hombre muy mayor – y la única en la que será derrotado. Nada de tiene de extraño ese fracaso cuando pensamos en que la integridad y los valores que ha defendido siempre Skeffington representan algo ya pasado de moda para los adversarios políticos; por otro lado, se ve también su fracaso como padre, dado que su hijo no sólo es un inútil que no es capaz de hacer nada, sino que ni siquiera acude a votar por su propio padre el día de las elecciones. Acaso El último hurra (The last hurrah, 1958) sea la última película de John Ford situada en la sociedad presente y que toca abiertamente temas e inquietudes sociales y políticas, que de una forma u otra siempre habían estado latentes en su cine. Bien es verdad que cuatro años después nos ofrecería El hombre que mató a Liberty Valance, una negrísima reflexión sobre los mitos fundacionales sobre los que se asienta una sociedad y un país entero, pero el descrédito de la clase política y el pesimismo sobre los caminos por los que avanzaba su nación ya estaba muy presente en la obra que mencionamos.
        También en el mundo de la literatura se puede empezar tocando el cielo y acabar después despeñándose al infierno. Algo similar le sucede al narrador que vehicula el cuento de Augusto Monterroso: su primer libro es un éxito rotundo y el segundo supera si cabe al segundo. Los problemas para él dan comienzo cuando todo el mundo espera el tercero –editorial, crítica, lectores, medios de comunicación… - y no acaba de salir. Esa presión hace que el escritor se agobie, dude de su propia valía, tema la recepción de su obra, independientemente de que él crea que es superior a sus dos obras anteriores. A ratos podríamos pensar en un escritor de carne y hueso que podría encarnar a la perfección ese relato, Juan Rulfo, el narrador mejicano que pasó a la historia de la literatura con doscientas cincuenta páginas, y que ya nunca se atrevió a publicar más, autor que el mismo Monterroso conoció, como no podía ser menos al residir ambos en la ciudad de México durante décadas y estar metidos en el mundo literario de una forma u otra.  
           Max Klein es un arquitecto que sobrevive a un terrible accidente aéreo, a partir de lo cual cree poco menos que es inmortal: anda por cornisas, atraviesa carreteras atestadas de coches y hasta come alimentos a los que era alérgico. Sin embargo, cada vez se va separando más de su esposa e hijo, mientras ayuda a otros supervivientes del accidente, sobre todo a una joven llamada Carla que perdió a su hijo en él. Finalmente, todo se resuelve en una escena absolutamente impactante, a la que tan habituados nos tiene el australiano Peter Weir: al comer una fresa le da un shock anafiláctico y mientras todo parece indicar que morirá vemos el desarrollo del accidente ya comentado. Por suerte para él, su mujer llega en el momento justo para evitar que muera. La visión de Sin miedo a la vida (Fearless, 1993) es de una intensidad poco común, algo que comparte con la mayoría de las obras filmadas por ese director afincado en los EE. UU. hace ya treinta años.
        En un breve cuento de Cesare Pavese titulado El ídolo, un joven llamado Guido descubre en un casa de citas  a un antiguo amor, Mina. Él trabaja de representante y se empeña en casarse con ella y retirarla de ese oficio -una constante en varios relatos de los últimos dos siglos, todo sea dicho de paso -, pero ella no está por la labor, por más que tampoco acabe de explicar muy bien cuáles sean las razones de su negativa, aunque es muy probable que no quiere mezclar a un amor adolescente que supone un recuerdo maravilloso con su vida actual. Quedan en alguna ocasión, pero siempre esas citas destilan un sabor dulcemargo, y aunque se muda Mina de ciudad él la sigue, a pesar de que para entonces ya ha dejado su trabajo y no parece tener más obsesión en la vida que su amor por ella; que tampoco acaba de saber concretar, materializar de alguna manera... Como no podía ser menos en una tela cosida con semejantes hilos, el final aboca a Guido a la incomprensión y la perplejidad cuando ella le confiesa que ha conocido a otro hombre y que se va a casar con él. No deja de repetirse, como se ha puesto de relieve ya varias veces en estas líneas, en lo que al amor se refiere, que en la literatura y en el cine las segunda oportunidades se saldan la más de las ocasiones con el fracaso - gracias a Dios, en la vida real no-. Y el cuento que Pavese desarrolla en el norte de Italia no es una excepción, para desconsuelo de Guido... de Mark y de Joana, de Malcom Crowe y su esposa, de Eddie Taylor y Joan...